Si hay algo que debo reconocer y agradecer a esta ciudad fría es la manera cómo me ha tratado; cómo me acogió aquella primera vez una noche de octubre. Me recibió en penumbra con su colonial orgullo; sólo alcanzó a recordar las sombras de la noche, fugaces e intimidadoras. Llegué a una ciudad desconocida casi a las once de la noche, era el último vuelo de Avianca, atrasado, por cierto. Un taxi me llevó del aeropuerto a un hotel cuyo nombre se me extravía en la memoria, al que iba recomendado. Dije mi nombre al conserje y me permitió subir a una habitación donde me esperaban unas personas amigas de mis amigos acá en Soledad, Atlántico; fue un recibimiento en la penumbra, sólo sombras moviéndose y voces. En medio de la penumbra de la habitación me sentí atendido por una sombra amistosa, cuyo rostro jamás pude ver, y saber su nombre mucho menos. “¿Eres el que va para la embajada mañana?”, me interrogó una voz somnolienta, acostada en un rincón de la habitación. Un tímido, sí, fue la respuesta que salió de mi boca. Me señalaron mi cama, donde dormí profundo hasta que una voz diferente, gruesa y vigilante, me indicó: “amigo, son las tres de la mañana, alístese, recuerda, quien madruga, Dios lo ayuda”. Me desperté convencido que Dios me ayudaría. Me despedí agradecido de aquellas sombras que velaron mi sueño. La confianza recibida disminuyó el temor ante una ciudad oscura cruzada de vez en cuando por autos veloces. Sin embargo, tenía mis reservas en la oscura madrugada, todavía una leve zozobra viendo pasar la ciudad veloz como un náufrago, en el taxi, rumbo a la embajada.
“Y es la mañana llena de peligro y de música
Que llora a los hermosos e impacientes suicidas
Y se va lentamente con un perro a su sombra
A saludar los magos que pintan las cerezas”
Esa primera estancia en la capital la recuerdo con un frío cortante e incisivo, azotando mis huesos, hurgando en mis ropas, palpando mi piel guardada bajo el abrigo de lana. Era una madrugada fría de una Bogotá sin grandes edificios, rodeada de montañas; no se vislumbraba aún el espíritu depredador de los gobiernos en complicidad con las grandes constructoras. Allí, en la fila de personas que conducía a la embajada, hablábamos a medida que avanzaba; cada uno llevaba la carpeta que contenía los documentos que exigían para la visa norteamericana: constancias de trabajo, fotocopias de cedula, balances contables. Se especulaba en la fila que avanzaba con lentitud, cada uno tenía su teoría y su opinión, yo sólo escuchaba, era mi primera vez, unos iban a renovar, otros persistían e insistía en una nueva oportunidad, después de haberles sido negada. Sólo escuchaba, era mi primera vez. El día aparecía claro, dejando entrever las montañas que emergían, todavía a oscuras, a lo lejos. El tintero se paseaba a lo largo de la fila, alguien generoso me brindó un café. Estuve nervioso hasta que llegué ante la mujer que me esperaba en la ventanilla.
“No se preocupe, yo hablo español”, me dijo en un castellano entendible, pero pensando cada palabra. Me lo dijo al ver la timidez en mi rostro y con el inglés del bachillerato olvidado. ¿Cuál es el motivo de su viaje a los Estados Unidos de Norteamérica? Le dije el motivo de mi viaje, el propósito. Hablé apresurado, nervioso, quizás con mucha pasión, cuando interpreté que me escuchaba. Después me pregunté, ¿dónde estuvo el error? Pregunta ingenua cuya respuesta me tocó aprender de la vida y sus golpes, cuando menos se esperaba.
“Al sin suerte que practica el tiro al blanco y siempre atina en el centro del error, al niño solitario que espía la vida a través de los cerrojos”.
Bogotá, oscura y fría, testigo de mi primer fracaso, de que a mis sueños se les negara una oportunidad; recordaba muy rápido a los que persistieron y lo habían logrado. Me fue negada la visa americana aquella mañana de octubre. Bajo un sol opaco, coherente con mi tristeza, salí de la embajada a las 9:30 de la mañana, deambulé por parques, avenidas e iglesias, tropezando con la gente la rabia e impotencia fueron disminuyendo; también los sueños de conocer Nueva York, visitar el Cosmos de Pelé y escuchar de su propia voz las orientaciones que me sirvieran para cumplir mi aspiración de convertirme en un técnico de fútbol, un sueño que se volvió difuso con el tiempo, no porque hubiese perdido el interés, sino porque estaba obligado a hacer uso de la creatividad y trabajar en lo primero que saliera, aunque el sueño estuviese latente, y lo estuvo durante muchos años. Sentado en la banca de un parque que se me pierde en el intrincado laberinto de la memoria, lloré tratando de sacar la angustia que me oprimía el pecho mientras la gente que pasaba me observaba en medio de conjeturas y opiniones que a mí me importaban un carajo. De un manotazo sequé mis lágrimas, recordando la voz de mi padre: “los hombres no lloran, no seas pendejo”, era su misma voz en mi memoria, acompañándome desde su infinita lejanía. Aun así, en ese momento, sentí que perdía toda esperanza, sin embargo, también quería ser optimista.
lloré tratando de sacar la angustia que me oprimía el pecho mientras la gente que pasaba me observaba en medio de conjeturas y opiniones que a mí me importaban un carajo. De un manotazo sequé mis lágrimas, recordando la voz de mi padre: “los hombres no lloran, no seas pendejo”
“He aquí este que queda, el que me queda todavía.
Háblenle de esperanza,
Díganle lo que saben ustedes, lo que ignoran,
Una palabra de alegría, otra de amor, que sueñe”.
Tuve toda la mañana a mi disposición, el vuelo de vuelta a Barranquilla salía a las 8:30 de la noche. En ese lapso de tiempo hasta la noche caminé por los alrededores, crucé un parque verde y húmedo que comparé con los secos y descuidados de mi amada Soledad; tomé un bus para conocer el Palacio De Nariño, aunque sea por fuera, me dije. Estuve en la librería Lerner, esa que queda en la Jiménez, recorrí sus dos pisos y el sótano de los descuentos, después enrumbé hacia Monserrate, no lo subí, sólo lo observé desde abajo como quien contempla un sueño deseado, otro día vendré y lo subiré, me dije con ánimo.
¿Por qué me fue negada la visa? Es un interrogante sin respuestas, o con respuestas múltiples, especulativas. De lo que si estaba seguro es que algún día tendría mi visa, pensé lleno de optimismo. De pronto la mujer vio en mí un deseo que nunca tuve, que jamás se me pasó por la cabeza: quedarme en los Estados Unidos. Por esa época era un colombiano que quería crecer, aprender, tener más conocimientos, darme la oportunidad de conocer otros mundos, de fortalecerme profesionalmente.
¿Qué vio esa mujer en mi rostro, en el tono de mi voz, en mis gestos durante la entrevista? Sólo especulo, vio la ingenuidad de un hombre de provincia, la locura de viajar sin muchos recursos económicos y pretendiendo vivir de la caridad pública norteamericana; la ansiedad de un joven soñador, soñando acaso con el sueño americano, pero honestamente nunca lo consideré. Sólo vi frialdad en el rostro endurecido de una mujer que tenía escasa femineidad, un tono de voz acostumbrado a hacer uso del poder y el autoritarismo; una mujer sin gestos, muy hermética, distante, acostumbrada a jugar con el nerviosismo de los aspirantes.
El ir y venir de mis andanzas durante el día restante en una ciudad desconocida permitieron también las elucubraciones y el juego de conjeturas. Al despertar de ese letargo me di cuenta que la hora de mi vuelo se acercaba, la rabia había desaparecido, la frustración se fue disolviendo en medio del frío de la ciudad capital. Aunque, en primera instancia, el recibimiento de esta ciudad fue silencioso y frío, el tiempo y las asiduas visitas contribuyeron a mi comprensión de ella, años después.
A pesar de esa primera impresión, lejana y triste, Bogotá vive en mi memoria y late en mi corazón. Con su cúmulo de ofertas, centros de interés, estaderos y cafés, librerías y espacios culturales, ministerios. Sin embargo, en un instante se ha perdido mucho de su ambiente natural y de los fríos intensos, que fueron perseguidos por los arquitectos de edificios, derribando sus montes y montañas, dejando con el tiempo una Bogotá primaveral, asequible a la ropa ligera de los turistas. Fue tan amplia su acogida en cada visita en los años posteriores que la visa negada es sólo un recuerdo del que ya no me apetece hablar.
“Primavera:
Neblina matinal sobre
OSPINA, William. Poesía completa. Poema, La mañana. Lumen. Colombia. 2023. Pág. 556
ROCA, Juan Manuel. Biografía de nadie. Antología personal. Poema: Al pobre diablo. Colección de Visor de poesía. España. Pág. 268
SABINES, Jaime. Recuento de poemas 1950 / 1993. El llanto fracasado. Planeta. Bogotá. 2023. Pág. 37
BASHO, Matsuo. En la brevedad del instante. Interzona. Buenos aires. 2014. Pág. 24.
