El pasajero inexplicable

Wensel Valegas

Cuando subió al bus, de inmediato supo dónde estaba la silla vacía, como si en su cerebro se hubiera configurado el trazado de la ubicación exacta del puesto. Seguro de sí mismo, casi sin pensarlo, dio la impresión de guiarse por un dispositivo interior. Lo percibí así, como si algo en mí me lo dijera. Se dirigió con pasos firmes al asiento desocupado a mi lado. Vestía un abrigo de invierno que le cubría el torso hasta las piernas, llevaba puesto un sombrero negro y unas gafas oscuras, y una bufanda, tapándole el resto del rostro. Se sentó junto a mí y sentí su cuerpo fuerte, endurecido, dándome la sensación de ser una persona joven, acostumbrada al ejercicio físico. Enseguida noté su indiferencia y sus silencios, como si procediera de un país lejano y artificial. Mientras el bus continuaba su recorrido y se detenía en cada parada se mostró inmutable; intuí su mirada fija en un punto del camino y observé la ausencia de jadeos después de la carrera para subirse a tiempo al bus. Le vi correr apresurado antes que el vehículo llegara a la parada, durante unos cuarenta segundos. En la carrera evidencié un ritmo fluido y armonioso de las rodillas flexibles y el braceo coordinado, en regulada cadencia en un plano sagital, como los atletas de velocidad. Después de la carrera se subió tranquilo, sin señales de una respiración entrecortada por la falta de oxígeno imprevista. Deduje que su respiración era inexistente.

El día invernal y soleado pasaba raudo ante la ventanilla. La gente salía a las calles abrigadas, mostrando buen ánimo y festejando la irreverente claridad de un día de sol. Los árboles conservaban el frescor veraniego esa mañana. Era un instante de sol aprovechado después de largos días de bruma y nieve. El hombre, con el rostro vuelto hacia el paisaje, no se inmutaba ni emitía una señal corporal ante la belleza del día. Dije hombre porque lo sentí en la dureza de su cuerpo, en su elegancia varonil para subirse y dirigirse al puesto a mi lado; apenas con un leve roce, casi sin tocarme se hizo en la ventanilla con movimientos precisos y ningún titubeo. Nunca escuché su voz, tampoco nadie lo llamó por celular durante el trayecto, ni él hizo algún gesto para llamar a alguien, como la mayoría de pasajeros que hablan frecuentemente con amigos o parientes lejanos en diferentes idiomas. Hola, lo saludé, tratando de ser amable, con un español espontaneo, después lo intenté con hello, pero su indiferencia me obligó a ser prudente.

Me extrañó la firmeza de su cuerpo duro, la ausencia de respiración después de la carrera intensa al tomar el bus. Sentirlo a mi lado era una especie de misterio que observaba a mi antojo sin sentirse aludido, sin que se molestara siquiera. La piel de su cuerpo abrigado estaba oculta, nada en él era visible, las manos enguantadas también ocultaban la piel. Sin moverse, estaba justo en el asiento a mi lado, sin ningún aspaviento durante el recorrido del autobús y las bruscas detenciones en la carretera humedecida. Sentía la dureza de su cuerpo como un bloque de concreto, como una pesada piedra en medio del desierto o una roca, hostigada por el fuerte oleaje del mar.

Entonces comprendí que su rigidez era propia de las estatuas de acero, insensibles al paso del tiempo y a las estaciones, sin ningún tipo de emoción ni disfrute; que le eran indiferente las personas alrededor, que su silencio era un estado artificial y programado, como si fuera una estrategia para pasar desapercibido en un mundo que jamás lo comprendería.

Recordé que el día anterior estuve visitando el Evoluon Eindhoven, un museo turístico donde se evidencian una serie de escenarios de un pasado preocupado que nos recuerda el devenir del planeta.  Dreaming of the future, se lee en una de las paredes de la sala. Pude observar en el recorrido cómo serían las ciudades del futuro; la alimentación; el trabajo; el clamor de una tecnología alargando la vida hacia la inmortalidad; los audiovisuales del deshielo de los polos y la sublevación de los mares, elevando sus protestas ante el cambio climático. Las paredes del museo con imágenes y textos proféticos de las distopias espeluznantes de Orwell y la sociedad controlada en su novela 1984. De Aldous Huxley y las consecuencias éticas y morales de la fecundación in vitro en el Mundo Feliz. Asimov, con sus reflexiones extraordinarias sobre el tiempo, la condición y la causalidad sin dejar de lado la responsabilidad personal y social, en el Fin de la eternidad. La persecución de los asiduos lectores y las bibliotecas caseras en un mundo donde los libros se prohíben y se queman, en Fahrenheit 451, de Ruy Bradbury.

Las imágenes del museo, de un futuro distópico y tecnológico, seguían rondando mi mente, y ahora, junto a este hombre inexplicable, comenzaba a preguntarme si no estábamos ya viviendo un fragmento de ese futuro aterrador. Sentí un terror inexplicable al rozar el cuerpo duro e inmutable del pasajero, recordándome la piel metálica de Robbie, el cuento de Asimov. No, no era piel lo que rozaba mi cuerpo, no sentía ningún tipo de calor de ese cuerpo encubierto e indiferente. Su silencio y profunda soledad no tenían explicación. Nadie se sienta a tu lado en un bus y mantiene su cuerpo como una estatua en una pose estática, sin realizar un breve parpadeo, o un leve movimiento, después de un giro imprevisto o una brusca frenada.

Entonces comprendí que su rigidez era propia de las estatuas de acero, insensibles al paso del tiempo y a las estaciones, sin ningún tipo de emoción ni disfrute; que le eran indiferente las personas alrededor, que su silencio era un estado artificial y programado, como si fuera una estrategia para pasar desapercibido en un mundo que jamás lo comprendería. Alzó su brazo izquierdo, presionando el botón de stop, para bajarse en la próxima parada, y su rostro cubierto se detuvo, mirándome desde un mundo extraño y lejano. Se bajó en Piazza Center y siguió en dirección a Philips Stadion. También me bajé. Lo vi alejarse en medio de la gente, confundiéndose. Sus pasos elegantes y elásticos, sin titubeos, mostraban un estilo particular en su andar, como los de un robot, como los de alguien cuya existencia era un enigma, invisible a los ojos curiosos.

El sol comienza a ocultarse, y la bruma llega acompañada de una fina lluvia, opacando el mediodía, como si el día mismo se desvaneciera en un presagio de lo que aún está por venir. ¿Quién sabe cuántos peatones y extraños pasajeros andarán por ahí, confundidos en medio de la gente?, me pregunto. El malestar hacia el futuro inminente no desaparece, un futuro que nos arropa con asombro y nos intimida. ¿Era él realmente un hombre, o una manifestación de mis propios temores por el futuro que se avecina?

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