La nieve no quiere decir nada: Es sólo una pregunta que
Deja caer millones de signos de interrogación sobre el
Mundo.
Poema: Noche y nieve. José Emilio Pacheco
El otoño se extingue con el paso de los días y el invierno silencioso surge en medio de una profunda oscuridad. La niebla inunda las extensas praderas verdes con el lento sopor de sus emanaciones, opacando la figura de los molinos de viento, que nos traen evocaciones de los gigantes malvados, imaginados por Don Quijote en su locura. La ciudad transcurre en el eco amortiguado de ruidos leves, secos y cortantes. Los arboles indiferentes e inmutables exhiben la desnudez de la tristeza y los valientes pinos soportan en su pecho la furia de los vientos, agotándose en la fuerza estoica de la esperanza, resistiendo. La penumbra se extiende sobre los últimos días de diciembre y el sol desaparece de este lado del planeta. La gente transita veloz por las calles, sobreponiéndose al frío que cala los cuerpos abrigados con su cuchillada silenciosa.
Las nubes confabuladas con la neblina son obsesivas con su manto duradero en la oscuridad temprana de la noche. Se mantienen estáticas, estableciendo un cerco impenetrable que deambula entre la sospecha de la imaginación y la razón. Nos niegan el brillo de las estrellas, de constelaciones infinitas, de la luna escondiendo su alegría y su sonrisa.
¿Qué es el invierno?, pregunto a un abrigado niño que me mira con sus grandes ojos negros y responde con su inagotable alegría, recibiendo una lluvia de copitos de nieve sobre sus manos extendidas, su cabeza protegida por un gorro de piel y sus mejillas rosadas. Salta de entusiasmo con otros niños y pactan una guerra de felicidad, lanzándose puñados de nieve. Las familias observan y sonríen, celebran las ocurrencias y gracias infantiles. El asombro del niño viendo la caída de la nieve con insistencia, sintiéndola en su cuerpo y jugando con ella, son parte del concepto invernal disfrutado en la niñez.
Las calles solitarias extendidas sobre tristes avenidas son una constante de silencio y viento en la complicidad de la noche. La ciudad es una postal fugaz detenida en el tiempo, lúgubre y fantasmal, avivada por la prisa de un peatón que cruza la calle o un auto asustado y veloz en la quietud del instante y la paradoja de luces de los semáforos desbocados. El frío desciende despacio los escalones del tiempo y la neblina surge imperceptible, casi con espíritu medieval en este paseo de invierno.
Es curioso descubrir durante las excursiones vespertinas; lagos inesperados que salen de sus escondites al encuentro de los caminantes en su romería, cruzando los enmarañados bosques, poblados de árboles altísimos y desnudos, apuntando al cielo como estoicos guerreros, indiferentes, pero compañeros de viajes por senderos y corredores interminables. Como un mar en calma, la paciencia sagrada de los lagos es empujada por una brisa tenue, provocando relajantes susurros acuáticos. Los pájaros de invierno guarecidos en sus nidos se juntan y comparten la desolada tristeza de los días, frotándose unos con otros, contemplando el silencio y escuchando la risa y los pasos de los viajeros desde sus refugios.
Y así, vamos siendo expectantes de los episodios en el Macondo fantástico de Gabo durante las siguientes noches invernales. Surgen las discusiones e interpretaciones múltiples, se recuerda el exilio que se vive y la nostalgia de una Colombia que se lleva en el corazón, pero que no deja de doler cada día a pesar de las distancias.
En el interior de las casas, la gente se abriga con el calor de los suyos. Las luces resplandecen, muy íntimas en los hogares, sin tantos parpadeos. La música suave, las risas y las voces expresan una alegría mesurada. Afuera el invierno permanece con su niebla a cuesta, rodeando las paredes y techos con su nieve; sus tristezas se van con el viento en su vuelo, mientras el frío arrecia y desciende. Al invierno se le ha hecho demasiado tarde, quedándose con sus señales fuera de las casas, fuera del tiempo, sus horas no se encuentran en el reloj.
Obligado o voluntario, el exilio siempre lo acosa la nostalgia – a la gente del caribe – de la memoria: la brisa decembrina y villancicos navideños; el río fluyendo hacia un mar de ópticas diversas en Cartagena, Santa Marta, Puerto Colombia, Barranquilla, inclusive. La música, la gente, la fiesta. Todo se evoca en la intimidad del invierno a puerta cerrada, se saborean las conversaciones en la lengua de Cervantes en una Europa Occidental, enfriándose a medida que se acerca el solsticio de invierno. En medio del festejo, nos reencontramos con la memoria y la palabra, celebramos con vinos y picadas el film narrado de Cien años de Soledad: el honor a prueba de José Arcadio Buendía ante la imprudencia de Prudencio Aguilar; los pies sobre la tierra de Úrsula Iguarán ante las obsesiones científicas del patriarca de los Buendía; el suicidio inexplicable de José Arcadio que recorrió el mundo con los gitanos y, a su regreso, se refugió en una vida hogareña, y la evidencia de su muerte reptando hacia su madre en un presagio doloroso; el tímido incesto evitado por Amaranta en instantes de duda y lucidez, con su sobrino Aureliano José; la existencia apacible de Aureliano Buendía transformada por una guerra inútil, que aún persiste con sus desigualdades manifiestas y la intolerancia política. Y así, vamos siendo expectantes de los episodios en el Macondo fantástico de Gabo durante las siguientes noches invernales. Surgen las discusiones e interpretaciones múltiples, se recuerda el exilio que se vive y la nostalgia de una Colombia que se lleva en el corazón, pero que no deja de doler cada día a pesar de las distancias.
Cansado de tocar las puertas y ventanas de las casas, el invierno, como un viejo peregrino con su blanca capa de nieve, prosigue su frío itinerario de largas penumbras y días fugaces, claroscuros y breves. Se despide del moribundo otoño, llevando consigo la tristeza y continúa su viaje instintivo hacia la alegre y lozana primavera. Sus pasos se pierden en los lejanos caminos de los bosques sobre los tapetes de hojas secas, acompañados del murmullo de voces vegetales, que en romería se confunden con el sonido de la lluvia y el alegre silencio de la nieve cayendo ingenua sobre la tierra.