–Deja de mecerte, si te caes puedes golpearte – advierte la abuela a Naty, que se columpia en la hamaca. La niña canta y ríe desde el columpio improvisado mientras la brisa del mar le pega de lleno en el rostro, desordenándole el peinado y tapándole el rostro. La abuela teje un suéter para la niña, sentada en la puerta de la casa observa el tejido y mira a Naty de vez en cuando; sus dedos hábiles saben de memoria el itinerario de la aguja tejedora, eso le permite, de vez en cuando, dirigir su mirada a la nieta que juega meciéndose en la hamaca.
– Déjala, mamá, no se caerá – dice una voz juvenil dentro de la casa, que sale por la ventana. Escuchándola la abuela murmura para sí con disgusto. Naty se mece con más fuerza y gracia motivada por la voz de su madre, que le refuerza el juego y el vértigo al mecerse. Son las diez de la mañana y el sol se levanta como un gigante, compitiendo con la brisa del mar a ver quién se impone, si el calor que asciende allá por donde nace el río, o el viento fresco que acompaña los suaves murmullos del mar, moviendo las ramas de los árboles en una danza suave. El cielo azul es cruzado por las gaviotas que revolotean en un vuelo alegre, buscando que pescar.
Por un breve instante, en un lapsus de su atención, la abuela se distrae un instante eterno con la aguja y su lana, la niña deja de mecerse, alejándose del caserío de pescadores hacia la playa, perdiéndose entre los árboles, de su voz sale el murmullo de la historia de memoria de Caperucita, camina y saltica, imaginándose el canasto de frutas, mantequilla y miel que lleva a casa de la abuela.
– ¡Natalia, Natalia! – Grita la abuela, que busca a su nieta por cualquier parte. Solo el vayven solitario de la hamaca deja la evidente sensación que la niña acaba de bajarse, pero la abuela sabe que es el viento que la mueve, le bastó quitar la mirada un santiamén para contemplar el tejido que brotaba de sus manos y la niña desapareciera.
– ¡Naty, Naty! Sale a la puerta gritando la madre, detrás de la abuela.
– Ustedes las madres son tan confiadas y se burlan de los viejos, pues sepa que desconfío hasta de mi sombra, a mí nadie me viene con cuento ni me echa tierra en los ojos, la experiencia, mija, no se improvisa – la abuela habla alto, reclamando y protestando a la vez, para que la hija oiga, mientras se adentra en el pequeño bosque de árboles antes de llegar a la playa, buscando a Naty.
– Ya mamá, cállate, por favor, seguro que anda jugando por ahí.
– Con tanta gente mala que he visto y vivido en este mundo no puedo callarme, claro, como soy una vieja charlatana.
– ¿Por qué tienes que ser ave de mal agüero, mamá? – dice la hija, siempre detrás de ella.
– ¿De mal agüero?, si este cuerpo hablara y te contara lo que vivió casi a la misma edad de Naty.
– ¡Natalia, Natalia! – Grita la abuela más descompuesta que nunca, explora con la mirada detrás de los árboles, entre las piedras, en medio de la espesura donde los árboles se juntan.
Era un pueblo de pescadores donde todos se conocían y cada uno en su casa vivía la vida que quería sin molestar a los vecinos, al contrario, la gente siempre estaba dispuesta a ayudar: desde la búsqueda del cuerpo de un ahogado durante días y noches hasta brindarle alojamiento a cualquier vecino cuya casa el viento la había hecho volar por los aires. Una niña extraviada les dolía porque todos tenían hijos y el dolor de las mujeres solas removía los sentimientos de cualquiera.
– Naty, Naty – grita la hija, contagiándose de la preocupación de su madre.
– Así como estabas despreocupada dentro de la casa, hace años estaba mi madre en la suya y yo jugaba con mis juguetes en la puerta de la calle… – cuenta la abuela con lágrimas en los ojos, hay dolor en sus palabras entrecortadas, miedo a la memoria que le trae de vuelta su pasado.
Los vecinos se sumaron a la búsqueda, corrían por todos lados, subían a los árboles para avistar a una niña morena, de cabellos negros, que caminara como Naty. Era un pueblo de pescadores donde todos se conocían y cada uno en su casa vivía la vida que quería sin molestar a los vecinos, al contrario, la gente siempre estaba dispuesta a ayudar: desde la búsqueda del cuerpo de un ahogado durante días y noches hasta brindarle alojamiento a cualquier vecino cuya casa el viento la había hecho volar por los aires. Una niña extraviada les dolía porque todos tenían hijos y el dolor de las mujeres solas removía los sentimientos de cualquiera.
–¡Está en la playa! – grito una voz desconocida de hombre desde la copa de un árbol. Todos corrieron hacia la playa. La abuela y la hija con el corazón en la mano iban adelante, expectantes, empujadas por el susto y la alegría, el miedo y el dolor.
Natalia sentada en la playa juega con el oleaje suave que le baña el cuerpo desnudo, ida, con la mirada triste, tan triste que la abuela se reconoce en ella muchos años atrás. Abrazándola le pregunta su madre:
–¿Qué haces aquí tan sola, Naty, mi amor? – la arropa con una toalla que alguien le presta.
–No estaba sola, mami, él estaba conmigo – ha dicho Naty, señalando a un hombre en una lancha rápida, desplazándose a toda velocidad, sin mirar atrás, perdiéndose mar adentro como alma que lleva el diablo, dejando una estela de aguas revueltas que se abren y cierran al paso de la embarcación.
La abuela llora, su hija también lo hace. Naty muestra la muñeca que lleva en sus manos. La abuela la arroja hacia el mar, lejos, muy lejos. El vecindario regresa al caserío dejando la marca de las huellas descalzas en la playa. Atrás queda el suave murmullo del mar con sus olas grises y su tensa y elemental melancolía, dormitando, a la espera de ser llamado para testificar sobre la historia triste que nadie pudo impedir. Madre e hija abrazan a Naty que casi no puede caminar, sin advertir el hilillo de sangre que baja por su entrepierna, cayendo sobre la tierra húmeda.
Martín Santome.
El animal salvaje que se traga la calma
La ciudad es otro animal salvaje
Que duerme con sus ojos abiertos.
Son las seis de la tarde noche de un día cansado de amarillo
Y una niña buena atraviesa el barrio en cicla verde.
En casa la espera el miedo.