La casa que no se abre a los otros es como el pan
que no se parte: no lo come nadie, lo come el moho.
La casa y otros ensayos. Hugo Mujica
La vejez se sostiene en la madeja de recuerdos que circulan en la memoria. No puede evitarse la nostalgia desbordada de cada evocación: aparece sin aviso, abre caminos inesperados y nos hunde en breves instantes del ayer. Hoy la memoria, en un impulso súbito, me conduce por las casas de mi barrio, las que viví en la infancia y un poco más.
El barrio donde nací permanece vivo en la película de mi niñez. Estaba a un lado del río, ese río que, en su agonía, fluye hacia el mar en este siglo XXI. Era un barrio íntimo, con una calle extensa, arenosa y primitiva, que conducía al río, a la Isla de Cabica, las fincas aledañas, los potreros y al mercado público, puerto vigoroso en los diciembre y enero de antaño. Una calle que no era tal, sino una carrera, desde que planificación municipal inició el ordenamiento territorial. Desde entonces supimos que la calle era carrera, la carrera 21. Sin embargo, todos seguimos añorando la calle, aunque oficialmente sea una carrera.
Nos conocíamos todos. Sabíamos los nombres de los vecinos a lo largo y ancho de la calle. La intimidad que compartíamos nos hacía tan felices que no temíamos revelar nuestros sueños y tragedias. Éramos felices saboreando el aroma de las comidas y los sancochos, que compartíamos sin remordimientos ni juicios. “Dónde comen cuatro, comen cinco, y hasta más”, decía mi papá, animando al visitante imprevisto. “Acérquese compadre; orgullo con hambre no sirve”. Lo decía con una gracia carismática, sin burlas, profundamente comprensivo.
Cada casa era una puerta abierta a la fiesta, al café, a la conversación, a la invitación improvisada. A través de los cercados de madera se veía quién desayunaba, quién almorzaba, quién comía. Una intimidad social y prudente nos volvía prudente. Cada familia era un mundo conocido, pero la crianza hacía la diferencia en cómo enfrentar el mundo. Se respetaban las opiniones; los llamados de atención también. “Cualquier vecino puede darte una limpia, porque así lo hemos acordado”, nos advertían. Teníamos derecho a entristecernos por los que nunca llegaron viejos y no escucharon consejos. Éramos solidarios en el dolor y la muerte. Las palabras y los abrazos mitigaban el odio a la vida que cargaban algunos.
¿Y qué hay de las casas de mi barrio en la memoria?
La casa de la vieja Sara, a mitad de la calle, sobresalía con sus paredes de barro y bahareque. El techo de paja dejaba caer flecos rebeldes sobre la fachada, pintada de amarillo y verde, que resplandecía incluso de noche. Era la esquina del encuentro los sábados y domingos por la mañana, y durante las noches de vacaciones.
La casa era un remanso de paz natural que se extendía en un patio, largo y ancho, dividido en tres partes. En el primero, una terraza – comedor era punto de reunión en las tardes; en el segundo se encontraban árboles frutales – anón, papaya, níspero, limón, toronja, ciruela, guayaba y mango –; en el último, hortalizas, ahuyama, yuca, plantas medicinales como yerbabuena, toronjil y la caléndula. Los pájaros eran dueños de ese paraíso natural. El aroma de las flores, las frutas, y el canto alegre de las aves, contrastaban con el mal humor de la vieja Sara. Suspendía el rosario para arrojarnos insultos vulgares e impronunciables, defendida por la venia de Dios.
Muy cerca estaba la casa de Diomedes: sin techos sólidos ni paredes firmes, como una zona de camping en medio de un patio inmenso. Las paredes eran de cartón, sujetas a troncos secos; el techo, de láminas zinc. En ella vivían dos familias extensas. Los fogones permanecían apagados la mayor parte del día. Sobre un taburete, Leonardo – amigo de juegos y travesuras – hacía nacer, con parsimonia de artista, la magia de una pelota de goma: La apretaba, la sopesaba, la deslizaba, la untaba y tejía su textura. La boca soplaba susurros para secarla; las manos los ojos y la boca trabajaban en silencio. Siempre sentimos que la casa de Diomedes era un parque de diversiones que homenajeaba la intemperie. Allí veíamos las estrellas. Una casa confundida con el paisaje.
Sobre un taburete, Leonardo – amigo de juegos y travesuras – hacía nacer, con parsimonia de artista, la magia de una pelota de goma: La apretaba, la sopesaba, la deslizaba, la untaba y tejía su textura. La boca soplaba susurros para secarla; las manos los ojos y la boca trabajaban en silencio. Siempre sentimos que la casa de Diomedes era un parque de diversiones que homenajeaba la intemperie. Allí veíamos las estrellas. Una casa confundida con el paisaje.
Al llegar al río estaba la casa de Rafael, también de barro y bahareque, techo de paja, y un patio inmenso. En el centro se erguía, desde comienzos del siglo XX, un palo de mamón cuyo tronco grueso no alcanzaban a abrazar tres personas. Su frondosidad era el techo del patio. Era el ícono de la familia. Bajo el mamón se hacía la siesta, se trabajaban los juegos pirotécnicos de diciembre, se servían las comidas del día y se tomaba el café en las tardes. Bajo su sombra descubríamos los sabores dulzones y ácidos de sus frutos. Era el eje de la vida familiar y del sentido comunitario del barrio. “Lástima, que Bolívar no alcanzó a tender su hamaca bajo el mamón”, escuchamos decir a Rafael.
Una noche de agosto, Rafael, experto en el arte de la pirotecnia, se quedó dormido con un cigarrillo en la mano. El cigarrillo cayó al piso del cuarto de pólvora. La casa voló en pedazos, iluminando la noche con un estropicio que despertó a los vecinos. Las paredes de las casas se resquebrajaron, los techos saltaron por los aires, los vidrios estallaron. La explosión nos quedó en la memoria, después de sentir en el pecho su resonancia brutal. Sin embargo, el palo de mamón permanecía firme, estoico, indiferente. Era el tótem con los días contados, después de una larga vida. Quién hubiera pensado que bajo su sombra moriría el hombre que tanto lo veneró con orgullo.
Qué delicia eran las horas transcurridas en la terraza de Félix. Aunque nos echaban con insultos, nos arrojaban agua o enjabonaban el piso para que no nos sentáramos, nos aprovechábamos de sus fatigas y sus ausencias solo para sentir la brisa de diciembre en las tardes. No nos importaba su desprecio. Éramos felices desafiando su actitud autoritaria.
Allí se jugaban juegos tradicionales: siglo, dominó, cartas, parqué y dama. El siglo nos afinaba la conciencia matemática. El dominó exigía pensar relaciones numéricas; las cartas pedían intuición maliciosa y dominio emocional; el parqué conjugaba una especie de sadismo y estrategia; la dama demandaba concentración. Fueron juegos prohibidos durante mucho tiempo; sufrimos la persecución policial. Los vecinos nos denunciaban, uno de ellos era Félix. Qué más podíamos hacer para reivindicar el ocio, considerado siempre la madre de todos los vicios.
Pero también hubo casas inasequibles, cerradas a la opinión ajena. Arrastraban tragedias que no superaron; patologías y sospechas; vergüenzas nunca dichas pero sabidas por todos. Casas de puertas cerradas: unas con ínfulas y otras con silencios dolorosos. Casas introvertidas.
La casa de Agustín, quedó marcada por su renuncia a la vida. Hijos y nietos supieron que una mañana de octubre se ahorcó en mitad de la sala. No hubo más explicaciones. Desde entonces la casa alegre se hundió bajo el peso de la desgracia. Una sombra se percibe aun en ventanas, puertas y jardines. También en su interior, oscuro y tenebroso. Al año siguiente corrió el rumor que Agustín aparecía colgado en la sala, cada octubre. Ningún familiar lo desmintió, y ese misterio provocó que la gente desviara la mirada y se persignara a su paso.
En la casa de Felipe, vivían él y su mujer. Felipe trabajaba todo el día en el consejo municipal. Su mujer, Blanca, era blanca y obesa, de cabellos cortos y lisos. Andaba desnuda por la sala y el patio, dicen. Se asomaba por los ventanales y veía la calle. Nos veía. La veíamos. No le gustaban los niños. No pedía favores, no hablaba con nadie; le molestaban nuestros ruidos cuando queríamos ver la televisión de su casa por la ventana. Nos miraba con odio. Siempre se vestía de rojo, que resaltaba en su piel demasiado blanca. Supimos que murió cuando llegó el carro funerario. “Tanta fartedad y la hijueputa era atea”, dijo la vieja Belén, al enterarse que la mujer no quiso misa en su funeral. Felipe, el buen vecino, murió años después, sin alboroto. Lo recordé entonces en una frase de La vida gris, de Ribeyro: “Y por fin murió. Pero hasta su muerte fue vulgar, pueril, y antipoética. No se cayó de un quinto piso, ni lo arroyó un tranvía…”. La casa fue rematada. Ni herederos hubo.
Así fueron las casas de mi barrio: acogedoras y humanas; cómplices y profanas; tesoros vivos en la memoria; pan compartido sin recelo ni egoísmo; abiertas sin discriminar. Pero también se nos llenó la memoria de casas rodeadas de misterio: tenebrosas, austeras, miradas con recelo y prevención; cubiertas por un húmedo verdín y consumidas por el moho de la tristeza, capaces de entristecer nuestro ánimo al pasar.
