“Me considero primer estudiante de medicina, por ende, médico graduado en mi parentela tanto paterna como materna y en el amplio sector residencial en donde joven aún vivía: barrio San Felipe de Barranquilla. Ser estudiante de medicina y el único de la barriada daba en aquellos tiempos, comienzos década de los 60 del siglo pasado, una posición destacada que te convertía en personaje llamativo de sus moradores, digno de especial admiración, sobre todo, en la muchachada”.
– El señor Ruiz, amigo de la casa, de los más acomodados de la parroquia se presentó, domingo al mediodía de mi partida para la universidad a iniciar primer año de medicina, con dote completa de aseo y cama para mi vivienda en Cartagena.
Milagro amoroso de Fidelina, agraciada hija menor del señor Ruiz, que tenía sus ojos puestos en mí y yo en ella.
Propuso a mi papá, generoso, socorrerlo en caso de tener apuros económicos durante los estudios. Lo que obvio mi padre agradeció advirtiéndole que:
“No se preocupe, no tenga cuidado. Yo sabré como resolverlos”, le dijo.
Doy fe que, a Dios gracias, Don Francisco cumplió su palabra. Solo a él, a mi madre y mis hermanos guardo deuda de agradecimiento por el galeno que en mi habita.
Sin embargo, mi “primiparada” universitaria, produjo cierto recelo en gente suspicaz, circunvecina, que no ha de faltar. Miraban con desdén mi progreso estudiantil.
– “Adiós doctorcito, doctorcito adiós”, en tono irónico, burlesco me saludaba la señora Rosario, aun estudiante, cada vez pasaba por la puerta de su casa, al lado de la mía.
“No le pares bolas mijo. Tú no vas a igualarte al hijo albañil de ella”. Me consolaba mi madre.
– De igual forma el señor Heliodoro, considerado el rico del barrio por ser un alto empleado de Bavaria, sentado en el bordillo de la tienda de la esquina ordenaba a sus contertulios ante mi presencia, en tono grosero tratando de ridiculizarme:
“De pie todo el mundo que ahí viene el doctor del barrio, el doctor Coronado”.
“¡Cuídate! Que están matando a los médicos”, me advirtió en cierta ocasión por alguna noticia al respecto.
No pronosticaba este grotesco vecino que un retoño suyo sería más tarde estudiante de medicina. Con tan mala suerte que no logró culminar la carrera al morir en trágico accidente automovilístico.
Cierto es, que mi mamá bastante engreída de su primogénito se complacía, ya titulado, llamándome doctor pa arriba y doctor pa abajo, no me bajaba de doctor. Para amigos, familiares y vecinos abandonó mi acostumbrado nombre de pila y el familiar apodo de Teo. “El doctor no está, el doctor no ha venido, cuando el doctor venga le doy la razón, el doctor está durmiendo, el doctor salió, mi hijo el doctor está en el hospital, etc.”. Era su forma de dar razón sobre mí. No gustaba, personalmente, de tanta “fartedad”, pero no le decía nada si así ella satisfacía su ingenua vanidad maternal.
En mi rol de docente con el pretexto de estimular la autoestima de los estudiantes tenía por costumbre, cuando me dirigía a alguno de ellos, llamarlo con el título de doctor. Desde ahora, que son estudiantes, tienen ustedes que comenzar a comportarse con la seriedad y dignidad que deben distinguir a un profesional de la medicina y por eso los trato como tal. Me justificaba ante ellos de esta forma sin darme cuenta de que imitaba con este galanteo a la autora de mis días.
Se entusiasmó tanto, mi mamá, con la aventura de su vástago médico que se hizo participe de mi trajín sanitario estudiando y leyendo sobre medicinas y medicamentos. El vademécum y el Manual Merck se convirtieron sus textos de cabecera.
A la postre se volvió consultora en asuntos de salud tanto que la gente cercana la buscaba primero que a mí para saber sobre sus quebrantos.
Mi joven madre ¡Qué lástima! murió víctima de su propio invento, de su embeleco. La automedicación.
Según la Organización Mundial de la Salud, OMS, en el año mueren 700.000 personas por automedicación.
Con el tiempo me percato que, a mi santa madre, se le dio por recetar; prescribía los mismos medicamentos que yo formulaba. Mandó al carajo los remedios naturales que cultivaba en el traspatio de la vieja casona y los de la botica doméstica que experta y canchera en su utilización, cambió por los que venden en farmacias y droguerías. Fue así como dejó de usar la Manzanilla, Toronjil, Hierbabuena, Hierbasanta, Borraja, Orégano, Matarratón, Tuna, Cáscara de Malambo, Verbena, Vermífugo Laferbe Vermífugo Nacional, Laxol, Sal de Glover, Zarzaparrilla de Bristol, Píldoras Rosadas del Dr. Ross, Azúcar de Leche, Jarabe de Rábano, Sal de Epsom, Permanganato de potasio, Sanilyx, Violeta de Genciana, Sulfatiazol, Numoticine, Eyemo, Cebo e chivo, etc. Para dar paso a la Bismocetina, Tanderil, Ananase, Indocid, Piparzol, Diabinese, Romylar, Cloromicetina, Mintezol, Micidrazina, Ambramicina, Enterovioformo, Serpasol, Pluropon, Tromasin, etc.
Primaba en mi mamá el interés por ayudar a los que escasos de recursos la indagaban, sin interés monetario alguno. No se extralimitaba y cuando lo consideraba necesario los ponía a mi cuidado o recomendaba fueran al hospital.
– Viajó a Bogotá a acompañar a una de mis hermanas, residente en la capital, en el nacimiento de uno de sus hijos. Al llegar al aeropuerto se cayó recibiendo trauma severo en un pie. Descuidó la consulta de un ortopedista, a mí tampoco me informó y de su cuenta y riesgo se automedicó para la dolencia e hinchazón: Tanderil (fenilbutazona) e Indocid (indometacina) que, supongo, ingirió sin control alguno.
Pasados cuarenta días, a su regreso a Barranquilla, presentó hemorragia gástrica aguda con hematemesis que ameritó intervención quirúrgica y posterior reintervención, en lapso de cuarenta y ocho horas, y a causa de la cual falleció cuando tenía 57 años.
Mi joven madre ¡Qué lástima! murió víctima de su propio invento, de su embeleco. La automedicación.
Según la Organización Mundial de la Salud, OMS, en el año mueren 700.000 personas por automedicación. Para el 2050 la cifra podría llegar a 10.000.000. El 62% de los casos por el uso de analgésicos y antiinflamatorios.
El 15 de agosto se cumplieron 41 años de este lamentable desenlace que con sinceridad y profundo pesar narro para señalar que el amor de Esther Hurtado de Coronado hacia mí fue infinito y tal vez el sentirse bendecida, progenitora orgullosa del médico que parió, la llevó a untarse de medicina para servir a los demás, más allá de lo que esta exigente ciencia demanda.
Me distes, mamá querida: la vida
Tu amor sin condiciones, desde el primer día.
Dios santo, quiso, solo tú fueras
Reina absoluta de mi corazón agradecido.
Ser bondadoso que por el camino me guías
Venciendo tropiezos, dificultades a porfía
Me enseñaste ternura, delicadeza suma
Para aligerar el ímpetu tenaz de mi hombría
Consejos sabios, cual manantial, de tus labios
Recibía, refrescantes, para afrontar resabios
Sonrisa suave de mujer distinguida
Me señaló, poner a las penas, cara sonreída
Fuiste ángel de luz que del cielo vino
Ayer en vida, hoy con tu anima en mi escondida
Siempre ahí, con la fuerza de tu amor vigente
Todas las horas, cada día, en todos los instantesDe la existencia mía