Esta es mi casa
aquí sucedo, aquí
me engaño inmensamente.
Esta es mi casa detenida en el tiempo.
Poema Esta es mi casa. Mario Benedetti.
Es tan emotivo y nostálgico decir, “vamos a la casa de los viejos”. La casa donde protagonizamos las primeras travesuras corriendo de un lado para otro, huyendo, escondiéndonos y asustándonos con el miedo a los fantasmas, que rompían el silencio de la noche con sus lamentos. Esa casa que nos acogió al nacer, después de todo, con los brazos abiertos. Una casa donde fuimos naciendo y creciendo hasta que nos tocó alzar el vuelo, porque había llegado la hora de abandonar el nido.
La casa de los viejos es la casa de la memoria y los recuerdos guardados de todos los que allí vivimos. También ella guarda los secretos con prudencia y discreción, como cómplice anfitriona de cada uno de nosotros.
No es la casa de los viejos esta casa de ahora, sino una sucesión de hogares que vivimos a plenitud. La casa de los viejos es la misma para todos, aunque se conserve muy particular en la memoria, con su techo de paja, las tejas modernas y las láminas de eternit, como señal de progreso. Las paredes de barro derribadas y remplazadas por el cemento. La ampliación de más cuartos porque la casa de los viejos era una estación de paso para las visitas que venían del Magdalena, de Barranquilla o del Cesar, que duraban más de la cuenta, pero que los viejos aceptaban con una alegría ingenua y una actitud emocional comprensiva.
Era inmensa la casa, de patio extenso, altas paredes y un gallinero; un patio con personalidad propia, dividido en dos: uno pavimentado con cemento, techo y terraza para recrear las tardes; otro patio de tierra pura, lleno de árboles frutales que les mitigaban el calor a los habitantes del gallinero y donde la brisa del río jugaba con las ramas, sacudiéndolas y tumbando las frutas maduras.
El largo patio nos ofrecía un camino lleno de tesoros. Al final del patio estaba el gallinero con sus cuarenta gallinas y no sé cuántos pollos piando en todo momento. Como guardián de las aves estaba Arandú – no el personaje de las tiras cómicas, sino el perro de Iván – que ladraba feliz mientras corría de un lado a otro por todo el patio. Aquella casa del gallinero, las ciruelas y el perro juguetón no es la misma casa de ahora… y, sin embargo, lo es.
¿Qué habrá sido de aquél morrocoyo de andar pausado, ojos milenarios y escucha discreta, que transitaba entre las matas perdido en el patio inmenso?
Entre los dos patios, estaba el viejo ciruelo de tronco grueso y milenario. ¿Recuerdas el viejo árbol de ciruela?, nos preguntamos y respondemos hoy. Ese que nos regalaba las delicias de su cosecha, la frescura del atardecer en los tiempos calurosos de la infancia. Subidos al árbol nos apoderábamos de sus frutos hasta dejarlo en puras ramas peladas, como un pedazo de otoño en pleno verano. Desde allí veíamos el techo de la casa y la casa de los vecinos. La casa de los viejos era la casa del árbol de ciruela.
En la casa de los viejos nos reunimos cualquier día de manera espontánea e inesperada para contarnos las historias de las múltiples casas en la que se convirtió la casa original. Los hijos no dan crédito de los relatos contados, y los mayores los asombramos con nuestras versiones. Los nietos mayores son espectadores de discusiones circulares de nunca acabar.
Se asombran de las historias de cada cuarto de la casa; del patio largo y ancho; de lo que acontecía en la sala o el comedor. De los animales que llegaron y se quedaron en la casa de los viejos, llenándola de pánico y terror. ¿Quién atizaba el fogón del patio en la madrugada si todos estábamos durmiendo?, ¿Quién narraba la historia del murciélago que aterrorizaba las polillas en las maderas de las puertas?, ¿Quién trajo el New Herald abandonado en una silla el día que murió papá?, ¿De dónde sacaba valor el tío Juancho para no temerle a los fantasmas?
La casa de los viejos está llena de múltiples historias, que hoy sólo nos causan asombro, más no miedo. Basta caminar por ella para darnos cuenta que cada rincón no ha terminado de contar su historia; cada puerta, cada ventana, cada corredor, cada terraza, cada patio, techo y cuartos trae imágenes a nuestra memoria al evocarlos intempestivamente.
Por ejemplo, el orificio que está en el techo de la sala, pulcro, preciso y mortal, producto de una bala perdida el día que Junior fue campeón por primera vez. Pasó a milímetros de la cabeza de mi madre, chocó con el piso embaldosado y rebotó como una bola de uñita de un lado a otro.
La casa de los viejos se mantiene firme, pero el tiempo se encargará de borrar los recuerdos cuando los viejos hayan partido para siempre. Quizás algún día cometamos la estupidez de venderla sin darnos cuenta de que vendemos parte de nuestra memoria personal. Personalmente pienso: “esta casa, no se vende”. Sin embargo, el tiempo implacable nos recuerda a todos los hermanos que los hijos ya se atreven a hacer comentarios sobre el futuro: “hey, papá, el día que nos casemos jamás dejaremos de darles vueltas”.
Ellos no lo dicen, pero ahora cada una de nuestras casas se ha convertido en la casa de los viejos. Mientras la primera sufre los estragos del olvido, la memoria de nosotros, los nuevos viejos, se llenará de nostalgias y recuerdos, porque jamás volveremos a reunirnos en la casa de los viejos.
Aunque se venda “la casa de los viejos”, aunque llegue la civilización, apuntándole a la desmemoria – como en el poema de Porfirio Barba Jacob, que remplaza la ermita por una bella catedral –, aunque los urbanistas construyan cincuenta apartamentos donde ahora está la casa de los viejos, sabré – aunque usted no lo crea – que esa casa está intacta en la memoria de este humilde narrador.
Es mi casa detenida en el tiempo…
Ps. W. Valega Ruiz.
Octubre 16/2021

Wencel bonitos recuerdos de nuestra infancia en la casa de los viejos quedaron grabados nuestros recuerdos por siempre, sin olvidar que nuestro padre paso parte de su enfermedad debajo del ciruelo.
Gracias
We.
La casa de los viejos”, de Wencel Valega, es mucho más que un lugar físico: es un refugio de la memoria, el escenario donde se tejieron los primeros hilos de nuestra infancia.Aquella casa —la de nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros primeros juegos— fue testigo de nuestras travesuras, de las carreras sin rumbo de un lado a otro, de las risas inocentes que resonaban en cada rincón. En sus pasillos aprendimos a caminar, a caer y levantarnos, a descubrir el mundo a través de los pequeños milagros cotidianos.
Fue allí donde comenzamos a ser, donde nuestra identidad empezó a tomar forma al calor del afecto familiar, la rutina compartida y las primeras experiencias. Con el tiempo, como sucede inevitablemente, nos llegó el momento de alzar el vuelo. La vida, con su insistente llamado, nos empujó a dejar el nido para buscar nuevos horizontes. Pero la casa quedó ahí, silente, como un corazón latiendo en el fondo de nuestra memoria.Volver a ella, aunque sea a través de las palabras de Valega, es volver a uno mismo. Es recorrer, con ojos de adulto y alma de niño, los rincones ya olvidados, los muebles envejecidos, los aromas de una cocina siempre viva. Es emprender una suerte de recogida de pasos, como quien va desandando el camino para reencontrarse con lo esencial.
Todos los que vivimos allí tuvimos nuestras propias historias muchas de ellas muy felices que nos hacían pensar que nunca la dejaríamos olvidando que a medida que crecimos nos adaptamos a los cambios que con lleva el crecer y mirar con otros ojos la realidad diaria que nunca termina