Esa necesidad de respirar un aire nuevo

Wensel Valegas

A esa mujer incierta la movía el estrés. Un estrés que rebelaba en su cuerpo grueso, pesado, cansado. Después de un minucioso examen, el médico le dijo “su cuerpo habla por usted, pero usted no lo escucha”. Ella lo miró como si lo interrogara en silencio. Él añadió que el cuerpo no olvida, y que ella había desatendido sus señales durante demasiado tiempo.

Desde que llegó como jefe de sesión, una tensión inexplicable se apoderó del ambiente, y todos en la oficina la sentimos. Se presentó el primer día haciendo gala de un ego académico, que, con el paso de las semanas, demostró no corresponderse con su discurso represivo no con sus posturas autocráticas. Terminamos concluyendo todos – sin ser médicos – que era una mujer enferma.

Cada vez que hablaba lo hacía con una actitud de urgencia. Daba la impresión de querer terminar rápido las reuniones que ella misma convocaba. Su discurso irreverente y grosero, impacientaba a la mayoría; irradiaba hostilidad. Constantemente repetía: “qué lástima, que los días solo tengan veinticuatro horas”. En su premura cometía errores frecuentes, justificándolos siempre. Apenas llevaba un año en la oficina y su cuerpo era un libro abierto que leíamos, desde su propia inconciencia.

Su personalidad manifiesta naufragaba en una ceguera que le impedía verse a sí misma. Nos intrigaba su actuar despreocupado, del que no se percataba: su caminar lento y pausado convertido en sobrecarga, no solo física sino también existencial; su voz firme, inflexible; su mirada retadora, teñida de burla e ironía; sus evocaciones de épocas que nadie conocía, en la que se regocijaba mientras le alcanzaba la memoria; sus sueños de grandeza sostenido por ficciones que parecían nutrirle la vida.

Su personalidad manifiesta naufragaba en una ceguera que le impedía verse a sí misma. Nos intrigaba su actuar despreocupado, del que no se percataba: su caminar lento y pausado convertido en sobrecarga, no solo física sino también existencial; su voz firme, inflexible; su mirada retadora, teñida de burla e ironía; sus evocaciones de épocas que nadie conocía, en la que se regocijaba mientras le alcanzaba la memoria; sus sueños de grandeza sostenido por ficciones que parecían nutrirle la vida.

Leíamos su irascibilidad en los constantes cambios de ánimo. Su mirada hostil ante la crítica dejaba entrever un rencor profundo frente a cualquier desacuerdo. Las reuniones comenzaban a impregnarse de una tensión que enrarecía el ambiente. Aunque conocíamos aquello que ella desconocía de sí misma, temíamos a sus estallidos emocionales: la agresividad llena de palabras hirientes, gestos duros y golpes en la mesa.

Desvirtuaba lo que hacíamos en la oficina. Se atrevía a imponer cambios amparándose en sentencias legalistas que recitaba de memoria y que tenían poco fundamento. Desvalorizaba nuestro trabajo, pero al inicio de cada reunión repetía: “ojalá que las críticas que hagamos sean constructivas”, como un ritual vacío. Conocía al dedillo las debilidades de cada empleado y atribuía a ellas cualquier error, sin importar que nada tuvieran que ver con las responsabilidades del trabajo.

Con gran sarcasmo señalaba las pasiones personales como si fueran defectos. “La poesía te va a enloquecer”, le decía a Martín, un buen trabajador que sobrellevaba los días leyendo a Pizarnick, Gabriela Mistral o Piedad Bonnet. A Virginia, amante del teatro y la declamación, que soñaba con un papel en la televisión nacional, le decía: “Mijita, usted va a quedarse, esperando, esperando. Deje de soñar”, lo decía sin pensar, pero su tono sádico lograba arrancarle lágrimas a Virginia, cuya labor era impecable.

Eusebio que regresaba de un permiso deportivo al que tenía derecho por convención colectiva, recibió de ella: “Y usted por qué juega tanto fútbol, ya su época pasó, concéntrese en su trabajo”, Pero Eusebio no se amilano: seguía siendo el alma del equipo de fútbol, y su espíritu lúdico nos contagiaba a todos. Curiosamente, entre más desvirtuaba nuestro quehacer, más unidos nos volvía.

El trabajo de la oficina nunca fue el problema. El problema era ella. Siempre fue ella hasta el día que se marchó por su propio pie. Resistimos, la resistimos. El día de su partida supimos que habíamos vencido la adversidad que representaba. El rendimiento de la empresa mejoró, sin su presencia. Respiramos un aire nuevo, como aquella vez en que la pandemia llegó a su fin.

Ese aire nuevo era necesario. Y fue profundamente gratificante.

2 thoughts on “Esa necesidad de respirar un aire nuevo

  1. A todos los sometidos a la esclavitud salarial de alguna manera están o fuimos maltratados por el jefe mandamás. Es un fenómeno laboral que altera las sanas relaciones humanas. Casi es la misma situación del alumno tirano del curso y sus alrededores. Es fácil imaginarlos en las relaciones familiares. Descomponen y enferman la humanidad. En las oficinas del trabajo tienen N denuncias. Pobre autoridad que emana de un sujeto anti trabajo…

    1. Parece la descripcion de un jjefe autoritario, que abusa de su poder y maltrata a sus subalternos, ese tipo de jefe debe sufrir como castigo la Metamorfosis de Kafka.

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