En el presente artículo se intenta ofrecer una reflexión acerca de la región del Caribe colombiano en una perspectiva histórica y ambiental, y de esa manera explorar cuáles son sus posibilidades de desarrollo hacia el futuro en un mundo globalizado.
Esta región es una vasta llanura localizada al norte del país conformada a su vez por ocho departamentos, siete de ellos localizados en tierra firme: Córdoba, Sucre, Bolívar, Atlántico, Magdalena, Cesar, La Guajira y uno insular, San Andrés y Providencia. Comprende un área aproximada de 140.000 km2 y limita al norte y al occidente con el Mar Caribe, al sur con las cordilleras Central y Occidental; al este con la cordillera Oriental. Tiene un litoral costero de unos 1.600 kms, que van desde cabo Tiburón, hasta la bahía de Cosinetas en frontera con el vecino país de Venezuela.
Desde el punto de vista de su geografía y dimensión ambiental, el Caribe colombiano presenta una diversidad realmente asombrosa. Allí se encuentra la montaña más alta del territorio nacional, la Sierra Nevada de Santa Marta, con los imponentes picos Bolívar y Colón que alcanzan un poco más de 5.700 metros sobre el nivel del mar y separada de las tres cordilleras que configuran la superficie del país. Su altura favorece la presencia de todos los pisos térmicos, característica que hace posible una gran diversidad tanto de flora como de fauna.
En los últimos tiempos se ha dado de manera intensiva la tala indiscriminada de los bosques localizados en la Sierra, contribuyendo a ciertas alteraciones de su equilibrio ecológico generando procesos erosivos y con ello una preocupante disminución del volumen de las corrientes de los ríos de esta zona del Caribe colombiano. (Angulo, 1995).
Esta región, contiene una vasta red de ríos que atraviesan la mayor parte de esta zona de Colombia: Magdalena, Cauca, San Jorge, Cesar, Ranchería, entre otros. También se destacan algunos ecosistemas que son depositarios de una diversidad de especies de plantas y animales: el Parque Natural Isla de Salamanca (con su gran riqueza de bosques de mangles que producen una permanente e intensa cantidad de oxígeno que, en virtud de los vientos, beneficia a Barranquilla) y la Ciénaga Grande de Santa Marta (con todo su potencial pesquero que es explotada artesanalmente), ambos localizados en la parte norte del departamento del Magdalena. Estas zonas al igual que la desembocadura del río Grande de la Magdalena conforman uno de los estuarios más importantes de todo el continente americano, protegido por los acuerdos de la Convención Ramsar de 1971 (Esta Convención celebrada en la ciudad de Ramsán (Irán) tiene como objetivo la protección de los humedales en todo el mundo. Colombia hace parte de esta Convención desde 1998).
También se encuentra una zona semidesértica en el departamento de La Guajira, que conforma a su vez el extremo más septentrional de América del Sur, caracterizado por el predominio de una vegetación de xerófitas y de cactus como también de temperaturas extremas.
Hacia el oeste de la llanura, hay zonas planas y anegadizas de gran riqueza hidrológica que son aprovechadas para la agricultura y ganadería extensiva, actividades económicas practicadas secularmente por los habitantes en esta región del norte del país, como también de numerosas ciénagas y arroyos que fueron el escenario natural de una diversa población aborigen.
Sin embargo, toda esta riqueza natural exuberante propia de una zona tropical contrasta con los elevados niveles de pobreza, desempleo e informalidad en que vive la mayoría de la población costeña. El Caribe colombiano no logró alcanzar el mismo grado de desarrollo industrial ante la región Andina y el sur occidente (región del Pacífico) donde se encuentra el llamado “triángulo de oro”, es decir, los polos de mayor industrialización de Colombia: Medellín, Cali y Bogotá. Razones históricas explican tal rezago relativo en esta parte del país.
Pero tampoco se ha originado una fuerte clase política (¿burguesía liberal?) que hubiese sido capaz de liderar un proyecto regional de avanzada que jalonara un desarrollo sostenible en el tiempo capaz de garantizar una elevada calidad de vida de la población y de una vigorosa institucionalidad que responda las demandas de nuestra frágil sociedad civil. Ese es el reto de quienes toman decisiones en al ámbito de lo público.
En su historia más antigua, la presencia de los primeros seres humanos en esta región se estima aproximadamente hacia el año 10.000 A.C y como evidencia de este hecho se conocen algunas muestras de materiales fabricados en piedra como raspadores, puntas de proyectil y hachas de mano que fueron encontrados en un lugar llamado San Nicolás de Bari cerca del municipio de Lorica, norte del departamento de Córdoba, por el arqueólogo austriaco Gerardo Reichel Dolmatoff.
Cabe destacar que, el hombre del Caribe colombiano demostró gran capacidad de adaptación y transformación del medio ambiente. Ejemplo de ello lo constituye la domesticación de la yuca brava o amarga (Manihot Sculenta Grantz) que contiene ácido prúsico y no es apta, en condiciones naturales, al consumo humano.
Sin embargo, los indígenas pertenecientes a la llamada Tradición Malambo, localizados en el espacio territorial de lo que hoy es Soledad y Malambo, lograron inventar hacia el año 1.120 A. C, una industria lítica que les permitió extraer el ácido de la yuca amarga mediante el sebucán, una especie de colador cilíndrico hecho en barro, haciendo de este tubérculo algo comestible y elaborar el casabe, una torta hecha con base en harina de yuca rica en almidón que era servida en un plato de nombre budare o burén. La evidencia histórica de este importante suceso la aportó el arqueólogo y geógrafo costeño, Carlos Angulo Valdés, en su libro titulado, La Tradición Malambo, publicado en 1981 por el Banco de la República.
Estas aldeas de grupos indígenas fueron llamadas anfibias por el sociólogo barranquillero, Orlando Fals Borda, porque fueron capaces de obtener alimentos mediante actividades económicas combinadas como la agricultura, la caza y la recolección de moluscos (Borda, 2002).
De igual manera, el descubrimiento de la cerámica más antigua de América en el período precolombino hacia el año 6.000 A. C, se encuentra localizada en San Jacinto, departamento de Bolívar por parte del arqueólogo Augusto Oyuela Caicedo pone de manifiesto la capacidad inventiva de los aborígenes que vivían en esta región y contaron con este utensilio de gran utilidad para almacenar agua dulce; guardar semillas o preparar sopas que compartían a nivel comunitario, contribuyendo con esto a elevar su calidad de vida y bienestar colectivo (Oyuela, 2006).
En esta misma perspectiva vale la pena mencionar la admirable ingeniería desarrollada por los indígenas Zenúes, quienes habitaron zonas anegadizas en la parte sur de lo que hoy es Córdoba y Sucre, logrando construir una de las más extensas y complejas redes de canales que les permitía aprovechar el recurso hídrico para la satisfacción de sus necesidades básicas. Jamás sufrieron de inundaciones como lamentablemente ocurre hoy en algunas localidades ribereñas del territorio nacional, evidenciando una elevada conciencia ecológica.
El contacto entre españoles y amerindios ocurrió en la gran cuenca del Caribe… Ese sincretismo cultural se dio fuertemente en el Caribe colombiano siendo esta una de sus características antropológicas que se revela en sus múltiples expresiones culturales. Quizás esa actitud de apertura al Otro, de alegría desbordante y espontaneidad en las relaciones sociales es una herencia valiosa de las dinámicas del mestizaje.
Un ejemplo similar de conciencia ambiental lo demostraron los indígenas que poblaron algunos lugares de lo que hoy es el departamento del Atlántico. Observando un mapa de los diferentes asentamientos aborígenes muestra que estas comunidades habitaron espacios alejados de las zonas inundables o cercanas al curso del río Grande la Magdalena.
Ni qué decir de los Tayronas, pueblo de indios que se estableció en la Sierra Nevada de Santa Marta demostrando su ingenio en adaptarse en esta zona montañosa construyendo un sistema de terrazas para aprovechar los recursos naturales sin degradar el medio ambiente. Esto significa que las comunidades precolombinas tuvieron una gran capacidad de adaptación a la geografía tropical de la región del Caribe colombiano.
La evidencia arqueológica ha demostrado que los diferentes grupos indígenas que poblaron tempranamente la región norte de Colombia dieron muestras de adaptabilidad y cuidado del medio ambiente en una vasta región que tiene características semejantes a las actuales.
Ante la crisis ecológica del presente vale la pena aprender de estas comunidades porque lo que está en juego es el asunto de la sostenibilidad y el uso racional de los recursos naturales. Sobre este hecho la arqueóloga de los Estados Unidos, Betty Meggers afirmó lo siguiente: “La teoría antropológica permanece dominada por una visión de la evolución del siglo XIX, que la entiende como la creciente complejidad jerárquica, y por una perspectiva antropocéntrica que atribuye el cambio cultural a las ambiciones y deseos humanos. Esto conduce a la búsqueda de “fuerzas primordiales” en la forma de actividades que acrecientan el poder y el prestigio de unos pocos individuos a expensas de la mayoría. Las sociedades que no exhiben estratificación social se consideran estancadas o atrasadas. Desde la perspectiva de la moderna teoría de la evolución, no obstante, el factor fundamental es la sobrevivencia. Diferentes clases de organización social son inferiores o superiores en la medida que permitan a una población mantener o incrementar su densidad sin degradar los recursos que la sostienen” (Meggers, 1992).
La anterior reflexión debe motivarnos a cuestionarnos seriamente en la actualidad y preguntarnos si el modelo económico y político favorece o no la supervivencia y la sostenibilidad en correspondencia con las necesidades de la población costeña. ¿Somos una región que garantiza la sobrevivencia de los habitantes y de los ecosistemas del Caribe colombiano? ¿Cuál es la responsabilidad de la clase dirigente en la búsqueda de este objetivo? ¿Cuál es la responsabilidad del sector privado en este asunto? ¿Es suficiente la búsqueda de rentabilidad sin importar el factor ambiental? ¿Cómo superar la pobreza y las profundas desigualdades que afectan la mayor parte de la población costeña? ¿Cómo impedir que los niños de La Guajira sigan muriendo de hambre y sin acceso al agua potable? ¿De qué sirve tanta explotación de carbón en ese departamento si esto no se traduce en calidad de vida de sus habitantes? Así de grande son los retos políticos y éticos en esta parte de Colombia.
El tema ecológico es hoy motivo de una seria reflexión en el mundo porque está en juego la supervivencia del género humano y de los ecosistemas que hacen parte del paisaje natural. La idea de progreso y la conciencia moderna que afirma que el hombre está llamado a convertirse en “dueño y señor de la Naturaleza” (Descartes), ha ocasionado un impacto fuerte en el medio ambiente, circunstancia que nos invita a repensar la manera de relacionarnos con el ámbito ecológico. El insistir ciegamente en la idea de progreso ha traído consigo experiencias negativas en lo ecológico: basta estudiar los casos de la construcción de los tajamares de Bocas de Ceniza en 1936; la llanada de Juan Mina o la construcción de la carretera la Troncal del Caribe para corroborar y ponderar los impactos ambientales en el norte del país.
Ante ese panorama, Leonardo Boff, teólogo y pensador oriundo del Brasil, quien se ocupa de reflexionar sobre el tema de la sostenibilidad afirma lo siguiente: “Significa el uso racional de los recursos escasos de la Tierra, sin perjuicio del capital natural, mantenido en sus condiciones de reproducción y de coevolución, teniendo presentes a las generaciones futuras, que también tienen derecho a un planeta habitable” (Boff, L 2012).
Por estar localizada en la parte noroccidental del país, el Caribe colombiano fue motivo de frecuentes oleadas migratorias que favorecieron el contacto con diversas culturas que llegaban procedentes de otras latitudes.
El litoral costero septentrional fue el escenario de las primeras exploraciones de avezados navegantes que hicieron contacto con nuestras costas como Alonso de Ojeda o Rodrigo de Bastidas, éste último fundador de Santa Marta quien descubre el río Grande de la Magdalena en 1501. A partir del encuentro de los dos mundos se inicia otra etapa en la sociedad occidental puesto que América es incorporada a la historia universal y se configura una nueva época caracterizada por la expansión de Europa a diferentes continentes del planeta.
El contacto entre españoles y amerindios ocurrió en la gran cuenca del Caribe. Dándose inicialmente una mezcla del hombre español con las mujeres indígenas y posteriormente con las negras procedentes de las costas occidentales de África, bajo condiciones de esclavitud, y configurándose de esa manera una sociedad de rostro mestizo. Ese sincretismo cultural se dio fuertemente en el Caribe colombiano siendo esta una de sus características antropológicas que se revela en sus múltiples expresiones culturales. Quizás esa actitud de apertura al Otro, de alegría desbordante y espontaneidad en las relaciones sociales es una herencia valiosa de las dinámicas del mestizaje.
Acerca de este hecho de naturaleza histórica y antropológica-cultural vale la pena destacar una caracterización realizada por el profesor Carlos Angulo Valdés: “Sobre este trípode étnico y cultural, representado por el indio, el negro y el español, la población costeña ha elaborado un conjunto de valores culturales y de rasgos morfológicos que, a pesar de las modificaciones que impone el devenir de las sociedades humanas, conserva mucho de las virtudes y defectos heredados de esta amalgama de la biología y la cultura” (Angulo, 1981).
En esta misma perspectiva, destaca el exrector de la Universidad del Norte, el filósofo y teólogo, Jesús Ferro Bayona, acerca de lo que somos como habitantes de la región norte de Colombia, algunas reflexiones de orden etnográfico que vale la pena considerar en el marco de esta conferencia: “A este proceso de fusión de razas se le ha llamado con propiedad producto del concubinato cultural, dándose a entender que en la Costa Caribe no hubo preservación colonial de las formalidades, sino una natural cohabitación de los cuerpos sin fronteras de colores. Esa cultura triétnica fue desplegándose o concentrándose con las corrientes inmigratorias, que, a todo lo largo del litoral como de las riberas interioranas de los ríos, ha ido determinando unas constantes antropológicas, un “modo de ser costeño”. (Ferro, 1996).
Las anteriores reflexiones tanto históricas como ambientales y culturales nos sirvan de marco de referencia para pensar sobre los grandes retos y desafíos que tenemos como región: un espacio riquísimo en recursos naturales pero que contrasta con los niveles de pobreza que afecta a la mayor parte de sus habitantes. Es evidente que se requiere de una poderosa sinergia entre el estado colombiano y el sector privado comprometidos en liderar acciones orientadas hacia un desarrollo sostenible de largo plazo que haga posible una vida digna a las actuales y futuras generaciones de costeños.
Fortalecer la educación pública sobre todo en primera infancia y básica primaria como también de la apertura de nuevas universidades financiadas con fondos públicos y que respondan a las necesidades reales de formación profesional de los habitantes de la costa norte del país; la consolidación de las instituciones del estado y la protección de la sociedad civil que hagan posible la construcción de una sociedad pacífica como lo ha sido históricamente pero que hoy se ve asediada por el narcotráfico, el paramilitarismo y reductos de la guerrilla y de la delincuencia organizada.
Sobre este asunto vale la pena destacar el trabajo adelantado por el intelectual costeño, historiador y politólogo jesuita Fernán González y su equipo aglutinado en la Odecofi (Observatorio Colombiano para el Desarrollo, la Convivencia Ciudadana y el Fortalecimiento Institucional), titulado, Territorio y conflicto en la Costa Caribe, publicado en 2014. Este autor en su detallado análisis sobre las dinámicas del conflicto en esta región de Colombia destaca lo siguiente: “Para entender mejor la complejidad de los conflictos del mundo caribe conviene contrastarlos con los problemas de Urabá y el Bajo Cauca y los propios del Magdalena Medio, tanto santandereano como el del sur de Bolívar”. (González, et. al, 2014).
En síntesis, el Caribe colombiano es una región con grandes posibilidades de desarrollo humano, ambiental y cultural. Es una zona de esperanza donde seres humanos pueden convivir en paz y ser ejemplo de relaciones pacíficas entre sus habitantes ante el resto de la nación. Sus valores culturales penetran el alma de toda Colombia y su riqueza natural puede articularse con una voluntad política regional que logre jalonar un proyecto que sea garantía de una elevada calidad de vida de toda su población, y de un mañana promisorio que refleje valores democráticos, como la paz, la tolerancia y la igualdad de condiciones.

Excelente crónica profesor Alex muy valiosa información que nos invita a reflexión sobre; todos aquellos que de una u otra manera tienen delegado cierto poder para intervenir y cambiar el rumbo a dónde se dirige el caribe colombiano y no olvidar la enseñanza de nuestros ancestros de cuidar y adaptarse a esta tierra