Discapacidad y vida cotidiana

Wensel Valegas

La discapacidad, se oye comentar en los corrillos de la cotidianidad, está en la mente de las personas. En la actualidad se observa el protagonismo de personas señaladas con algún tipo de discapacidad sensorial y física en el mundo de la vida, y ello incluye múltiples ámbitos entre los que se hallan la familia, trabajo, la escuela, el deporte. Ellos son las mejores evidencias ayudados por la ciencia. Pero también observamos en la cotidianidad a muchos seres anónimos que persisten con pasión en minimizar las diferencias y vivir una vida normal. Comprender el tema de la discapacidad es parte de la vivencia cotidiana donde escuchamos historias, vivimos algunas y también hemos leído a través de la literatura y la ciencia. El propósito de este texto es recrear algunas historias de esas personas valientes, que en algún momento se vieron diferentes, que lloraron, que en la soledad de sus vidas se angustiaron, que la sociedad olvidó y también fue objeto de burla en el mundo de la vida que les tocó vivir.

Una vez tuve en mi práctica profesional a un estudiante – Sena, de nombre Johnny, hace muchos años. “Profe, yo también hago educación física”, me dijo con altivez y orgullo, sin quitarme la mirada atrevida, frentera, observando a ver qué le decía. De él escuché una vez que las limitaciones sólo están en la mente. Así me lo demostró en la clase; y con el paso de los días corroboré su itinerario de Soledad al Sena de la 30 y viceversa. Le veía moviendo su silla de rueda con sus brazos anclados en un torso fuerte. Era frecuente verlo de lunes a viernes andando con su silla de rueda en su trayecto de ida y vuelta; sombrero de paja, gafas oscuras y brillantes de sol; lucía con orgullo la camiseta institucional y el orgullo de estudiar. Cada trayecto era un desafío, una osadía para exhibir la vida y su entusiasmo por ella. Se acostumbró al paso veloz de los buses, que no respetaban su tránsito por una orilla mínima de la carretera. “Las vías siempre han sido pensadas para los autos y buses, no para personas como yo”, lo decía sereno, luciendo orgulloso sus viajes de ida y vuelta. Su talante y sus expresiones evocaban ese rasgo procaz al mejor estilo de Pedro Navaja, de Rubén Blades, mientras sus audífonos lo aislaban del ruido de los carros, escuchaba a Héctor Lavoe con su Juanito Alimaña: “… Ni pa’ allá voy a mirá, la calle es una selva de cemento y de fieras salvaje como no…”.

Otro que observé desde niño fue a Diomedes, El Mudo, personaje de la infancia y la adolescencia. Sus dos metros de estatura exhibidos bajo el inclemente sol ribereño brillando en su piel morena y sudorosa, sobre una barcaza construida con madera prensada, que flotaba sobre el río. Sus movimientos eran pausados, se regocijaba en ello, sus músculos se delineaban en cada gesto, en cada torsión; empujaba la embarcación con lentitud, meditando, extasiado en la habilidad que le nacía del alma. Su cuerpo hablaba por él. No escuchaba lo que el mundo le decía, sólo leía las emociones en el rostro de los que le hablaban, y respondía con un gesto dulce en su rostro de hombre duro, o de rabia, cuando percibía el rechazo. Cuentan, que desde muy niño fue independiente, siempre sumido en su silencio, meditando. Defendía a su familia, aportaba parte del jornal en el hogar con sentido de responsabilidad, el resto se lo bebía en cerveza y ron blanco. Cuando alguien le hablaba con señas sobre las mujeres y el sexo se sonrojaba; esa timidez y la intimidad de su mundo las atraía, pero él jamás se dio por enterado. Ser boga remando río arriba contra la corriente, exhibir el torso desnudo mediante maniobras hábiles de remo, lanzándose al río a desenredar la barca atrapada entre las batatillas ribereñas, era su talento, su razón para pensar que era útil, llenándose de confianza y sentirse como pez en el agua siendo hombre de río a pesar del breve silencio mantenido a lo largo de su vida octogenaria.

Iván Navarro desde que nació se enfrentó a la muerte. Antes del mes de nacido, los médicos le diagnosticaron una patología cardiaca, que lo mantuvo tres meses en la clínica Shaio, en la ciudad de Bogotá. Mientras luchaba con la muerte en esa ciudad invernal, la gente del barrio acudía a las oraciones, la plegaria y el rosario de la vieja Belén. Sus padres, atentos en la fría capital, enviaban marconis, cada cuatro horas, a la oficina de Telecom, situada a una cuadra de la American Bar. La gente esperaba con ansiedad a Marquitos Visbal, el cartero, que presuroso llegaba en su bicicleta, a entregar el telegrama y leerlo para todos: “Iván – mejora – recen – mucho optimismo”.

La peor discapacidad es la del espíritu, acostumbraba a decir el sudafricano Oscar Pistorious, quien no se reconocía como invalido, a pesar de insistir en decir: simplemente no tengo piernas.

Los médicos le salvaron la vida y aconsejaron a los padres que Iván no hiciera grandes esfuerzos. Estas recomendaciones fueron seguidas por los padres. Iván creció bajo la sobreprotección y buena fe de los padres: se le prohibió jugar – pero cuando jugaba fútbol mostraba su potencial reprimido –, no pudo ir a la escuela, pero les hacía los dibujos a los amigos, lo mantuvieron escondido en casa. Padeció los rigores del control y la inmovilidad: físicamente la sociedad lo incapacitó para afrontar el mundo; sin embargo, en su confinamiento obligado, a Iván Navarro se le desbordó la vida en la pintura, desde los primeros trazos a lápiz hasta observarle la parsimonia y el ritual pintando el lienzo con paleta en mano y jugando con la combinación de colores que estaba en su cabeza.

Hoy día, Iván Navarro, cuenta con más de treinta y cinco años y la pintura es una opción de rebusque en un barrio, en un municipio, en un departamento, que han mostrado durante años poco interés por los talentos de la pintura. La pintura le nace de adentro, le corre por las venas; se enfoca en los detalles, suelta su imaginación y eso lo mantiene con vida. Ahora estoy en la sala de mi casa y veo una pintura en la pared que me regaló, sus colores, la armonía en la abstracción de un mundo que sólo está en su cabeza. La medicina le salvo la vida, pero el pronóstico pesimista de su corta existencia fue superado. Simplemente sonrío y pienso que alguna vez la muerte tenía que perder.      

Mientras más difícil, más grande es el triunfo, le decía el dueño del circo de las Mariposas a Nick Vujicic, actor del cortometraje que lleva el nombre del circo. Nick nació sin brazos ni piernas, y en este corto film, trabaja para un circo que lo mantiene pasivamente ante los espectadores que lo visitan, y lo exhiben como una criatura horrenda ante el asombro y burla de los visitantes. El Circo de las Mariposas lo acoge después de escaparse de este trabajo exhibicionista. La condición física de Nick se pone a prueba y es forzada por el dueño del circo para que supere sus limitaciones y muestre su grandeza. Conviviendo en el circo, un buen día tratando de sortear un riachuelo se cae y logra levantarse, después vuelve a caer, pero esta vez se hunde en el río; todos sus nuevos amigos corren a ayudarle y ven con sorpresa que Nick emerge del agua gritando con entusiasmo que puede nadar. Finalmente, este personaje termina ganándose el respeto de sus compañeros de circo al presentar su número lanzándose desde una altura de cincuenta pies a un pozo de agua en el cual cae y vuelve a salir ante el asombro de los espectadores que no conciben como un hombre sin brazos ni piernas puede realizar tal proeza.

Este cortometraje muestra la importancia de la familia en la vida de estas personas con limitaciones físicas, las burlas que padecen en el torno donde viven, la no aceptación – muchas veces – por los pares y la necesidad de ser reconocidos y respetados, pero dejando entrever que este reconocimiento se gana y es preferible a la lástima que tales personas puedan irradiar.

La peor discapacidad es la del espíritu, acostumbraba a decir el sudafricano Oscar Pistorious, quien no se reconocía como invalido, a pesar de insistir en decir: simplemente no tengo piernas. Era asombroso verlo correr por las pistas atléticas de Europa, codeándose con atletas convencionales, siendo esto uno de esos desafíos que le quitaron el sueño desde niño. Se le consideró el primer discapacitado que corrió contra atletas sin discapacidad. Casi al año de nacido sus piernas sufrieron una doble amputación. En los Paralímpicos del 2008, en Londres, ganó medallas de oro en cien, doscientos y cuatrocientos metros; y en los Juegos Olímpicos de Londres, 2012, logró correr y clasificar en los cuatrocientos metros planos.

La carencia de piernas no le impidió, desde su niñez, la movilidad en deportes como el fútbol, tenis y rugby. Transitar por la práctica deportiva equivale a afrontar el perder, ganar, o empatar, sin embargo, cada pequeño logro rodeado de fracasos y esfuerzos fue un paso hacia la superación y la confianza de sí mismo. Entender su discapacidad le permitió exaltar y comprender la decisión de los padres al afrontar el dilema de amputar o no amputar para mejorar su vida utilizando prótesis. Se valora en Pistorious su fuerza interior, su entereza de carácter, su sufrimiento y la automotivación para persistir como cualquier persona en la búsqueda de sus sueños.

En la actualidad se intenta visibilizar la discapacidad, existe la necesidad de ahondar en historias que son ejemplos. Historias que me encuentro y que me cuentan. Atletas con parálisis cerebral rompiendo records en México; deportistas ciegos, enriquecidos en su mundo interior, y ejemplos de vida en su vida universitaria. Un Stephen Hawkins, burlándose de los pronósticos y alargando la vida a través de la creación y la imaginación en torno al universo.

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