Rafelito
Por: Erudino Alma
La fábrica de tiros de mecha y fuegos artificiales era considerada una de las mejores de la región. Durante el año, muchos de los vecinos trabajaban casi de planta porque no faltaban ferias, fiestas patronales y corralejas (de todo el país y hasta del exterior) que requirieran de esos acreditados productos. Los pelaos sí tenían que aprovechar las vacaciones. Los más grandecitos, de quince años en adelante, laboraban directamente en un enorme patio de una casa de paja que abarcaba casi media cuadra y donde también funcionaba una tienda de esquina administrada por unos cachacos. Los demás niños elaboraban los cartuchos en sus propias casas. Los cartuchos eran unas tiritas de papel recortado que al doblarlas apropiadamente se convertían en unos pequeños recipientes donde se echaba la pólvora, se ponía la mecha y luego se envolvían de tal forma que quedaba como un tamal en miniatura, de forma triangular, y era lo que terminaba siendo el tiro de mecha, para delicia de los chicos y borrachos irresponsables, también para terror de los perros y mujeres histéricas.
Rafelito, el dueño de la fábrica, todo un personaje. Vocación de líder, atrevido, carismático, hacía de sus relaciones con la gente un arte patriarcal. Era imponente, decidía por todos sin controversias. Poseía una credibilidad magnética; sus facciones finas pero firmes, su tez blanca pero enrojecida por el sol y el fragor de la lucha diaria y su manera educada de tratar a sus colaboradores, imponían una autoridad serena, sin escándalos dentro de lo que podía caber en ese entorno. Tumultos de personas entraban y salían a toda hora de su patio, que más parecía un comando político, porque muchos llegaban a trabajar, pero otros a pedir ayuda.
Esa tarde, emocionado como estaba (había recibido un pedido grande para Barbosa, Santander), decidió tomarse unos tragos más en la cantina del viejo Isidoro, porque para nadie era un secreto que Rafelito tomaba, en su oficina, pequeños sorbos de ron de una botella que tenía escondida en su escritorio. Como siempre, iría a encontrarse con Ramón, el mono Judas, McKinley, Pernett, el Bombo, Tomatico y el hijo de Ramonita, que eran los que llegaban a tomarse unos rones todas las tardes en esa esquina. Desde luego, su compañero de travesura era Ramón, un tío pendenciero y arbitrario, que hacía de las bromas pesadas su más reconocido ingenio. La víctima casi siempre era Pernett, un mecánico dental venido a menos que ya no tenía consultorio.
fue un momento al baño, alivió la carga de su vejiga, y regresó torpemente a la cama. Mientras se recostaba un poco en su almohada, sonrió. Fue una sonrisa plácida, limpia y cristalina como el agua donde flotaba, tibia y ancha como un océano. La explosión fue tan poderosa que la puerta de roble de la entrada fue a estrellarse contra la pared de la casa del frente y la tumbó.
Al final de la tarde, después del consabido “perrateo” al torturado de turno, se fue tranquilo y satisfecho para su casa, entonando en voz baja el estribillo “Borracho no vale, no señor, borracho no vale, no puede ser…” (Canción de Pedro Flores, y en este caso la que llevaba en su mente era la versión de Tito Cortés). Su entusiasmo se exacerbaba cuando pensaba en la gran carga de fuegos artificiales que tenían que fabricar ese fin de año, para lo cual se había aprovisionado de varios barriles de pólvora, cuidadosamente guardados y dispuestos en su cuarto, donde solo entraba él. Meses atrás, había tenido la feliz idea de llevar a su familia a vivir en un apartamento de un edificio cercano. Así que su fábrica quedaba a sus anchas. No obstante, tenía la debilidad de ponerse a fumar cuando tomaba. Mientras estuviera en su sano juicio o en sus labores diarias en la fábrica, jamás se le vio con un cigarrillo en la boca.
“Borracho no vale, no señor…” su mente divagaba, soñaba en la posible camioneta que podría comprar con las ganancias de esa temporada, una ilusión de tantos años, lo que le permitiría, además de realizar con más presteza el transporte diario de los insumos y la oportuna entrega de sus productos, poder viajar a su pueblo natal, en Santander, cuando deseara tomarse unas vacaciones.
Ya en la madrugada, fue un momento al baño, alivió la carga de su vejiga, y regresó torpemente a la cama. Mientras se recostaba un poco en su almohada, sonrió. Fue una sonrisa plácida, limpia y cristalina como el agua donde flotaba, tibia y ancha como un océano. La explosión fue tan poderosa que la puerta de roble de la entrada fue a estrellarse contra la pared de la casa del frente y la tumbó. Fue como la erupción de un volcán, se estremeció la tierra, los perros aullaron, las mujeres gritaron desde sus camas, los hombres dieron un salto y salieron semidesnudos a la calle intentando entender qué había pasado. Lo que vieron fue como un castillo de feria en la fiesta de san Antonio. Cohetes, buscapiés, tiros de mecha, seguían detonando en explosiones sucesivas, mientras el cielo se volvía un infierno. Antes de derrumbarse, un pedazo de la casa quedó en pie por unos minutos, lo que permitió que los cachacos de la tienda pudieran correr y ponerse a salvo, cubiertos de cenizas y con leves quemaduras.
Durante mucho tiempo, donde estuvo la casa de paja quedó un simple playón de cemento, invadido por la hierba silvestre, la verdolaga, insectos furtivos y, a veces, hasta brotaban unas pequeñas flores rosadas, finas y de poca vida, olorosas a pólvora.
