“El cuerpo es una caja de sorpresas,
el cuerpo siente lo que el alma todavía no sabe.”
— Clarice Lispector
“El cuerpo tiene memoria.
A veces recuerda lo que la mente olvida.”
— Eduardo Galeano
Esta carta nace del deseo de reconciliación con mi propio cuerpo: reconocerlo no como una herramienta ni una apariencia, sino como mi primera casa, mi historia y mi espejo.
Es un ejercicio de escucha interior, un diálogo entre quien habita y aquello que lo sostiene; entre la razón y la carne, entre la memoria y el presente.
Al escribirla, restablezco el vínculo con esa corporeidad que tantas veces se da por sentada, pero que guarda —silenciosa y paciente— la sabiduría de toda una vida.
Lo primero que me guía hacia ti es la gratitud. Estoy convencido de que no ha sido fácil transitar por múltiples realidades que han hecho parte de nuestra historia compartida. Este cuerpo que eres tú es también una construcción social, donde los demás han intervenido para idealizarte y aceptarte o, por el contrario, para hacer que, en mi opinión, tenga un pobre concepto de mí mismo.
Los griegos especularon con su mente sana en cuerpo sano, y esa dicotomía estableció una división entre quienes eran partidarios de la belleza y el placer de la carne, y los que seguían el culto de la mente y el espíritu. De esa sentencia griega surgieron como las antítesis: la racionalidad frente al deseo, el espíritu frente a la materia. En la Edad Media, el cuerpo fue condenado y se convirtió en el primer referente del castigo impuesto por la iglesia, pues en él – según se creía – se consolidaban la lujuria y el pecado.
Por todo eso ha transitado nuestro cuerpo hasta llegar al siglo XXI, donde surgen nuevas percepciones y valoraciones: el cuerpo concebido como el gran continente que alberga la racionalidad y el alma. En palabras de Zubiri, somos corporeidad consciente de nuestros actos, muy lejos de la imagen que separa de cuerpo y mente propuesta por Descartes.
Mi querido cuerpo andar contigo siempre me ha parecido una experiencia maravillosa y placentera. Todavía me recuerdo en mi ontogénesis, en aquel estallido del Big Bang dentro del útero materno. Desde entonces evolucioné vertiginosamente de la cabeza a los pies y del centro a los lados, hasta que aparecieron los rasgos más evidentes que marcarían mi fisonomía un buen día bajo una lluvia pertinaz de septiembre.
Mi cuerpo brotó al exterior acompañado de un llanto temeroso e incierto, bajo el calor y la alegría de mi familia. Morena era mi piel; mis ojos grandes y negros iniciaban su exploración por el nuevo mundo, y mis labios, tocados por la áspera mano de mi madre, buscaban instintivamente el néctar dulzón de sus tetas, igual de morenas. Comer, dormir, excretar fueron los placeres más primitivos anidados en los ritmos de un cuerpo que comenzaba a latir, que comenzaba a crecer.
Pero un día dejé de estar acostado y de dar vueltas en la cuna de madera. Entonces me senté y de los barrotes me alcé hasta sostener el peso real de mi cuerpo, mientras familiares y vecinos festejaban alegres mis pequeñas proezas y logros con fotografías. Después de caminar agarrado por las paredes y a la falda de mi hermana, un día me solté y decidí, imitando a los que me rodeaban, que era hora de andar solo por el mundo. Caminar, correr, saltar, jugar, manipular, morder, llorar, gritar fueron los gestos más evidentes de ese protagonista que cada día configuraba.
El espejo me devolvió con su mirada el cuerpo que me pertenecía. Confronté cada centímetro de mi piel, de mi cara, de mis manos y pies, mientras el espejo asentía, confirmándome que era yo y nadie más. El tiempo me ayudó a dilucidar el misterio. Por un tiempo el espejo fue mi cómplice; después me afirmé en el mundo y la imaginación me alcanzaba para sentir como era entonces.
Lo primero que me guía hacia ti es la gratitud. Estoy convencido de que no ha sido fácil transitar por múltiples realidades que han hecho parte de nuestra historia compartida. Este cuerpo que eres tú es también una construcción social, donde los demás han intervenido para idealizarte y aceptarte o, por el contrario, para hacer que, en mi opinión, tenga un pobre concepto de mí mismo.
El cuerpo, este cuerpo que ahora me acompaña en la vejez, está lleno de cicatrices que narran aventuras y actos propios de la niñez y la juventud. Siempre ha sido fuerte, amante de los espacios al aire de libre y los placeres nutritivos que regala la naturaleza por inesperados derroteros: una toronja agria que me devuelve el gusto por la vida; un níspero maduro que me regala su dulzura; un mango avisándome su presencia con su caída; una guayaba que sobrepasa las paredes, escapando de casa, me brinda la dureza de su carne dulce de este lado de la calle; el regocijo y la felicidad de los mamones, brindándome la suavidad de sus sabores.
Hay noches en las que conversamos. Cierro los ojos en un ejercicio de conciencia corporal y, con mi imaginación y mis pensamientos me recorro de pies a cabeza. Me detengo en la respiración serena que fluye, entrando y saliendo. En medio del silencio y la soledad percibo el latido de mi corazón, la fuerza de la sístole que ralentiza su potencia y la apertura sutil de la diástole. Siento la levedad de mi cuerpo rendido ante la indiferente gravedad y, muy lejanos, escucho los líquidos que van y vienen, fluyendo, sin detenerse a lo largo y ancho de la corporeidad, por itinerarios que solo puedo imaginar.
¿Qué más puedo pedirte cuerpo mío? Nada, salvo el placer de la salud y la larga vida que son míos también. Gracias, cuerpo, por anidar cuerpo, mente y espíritu; por albergar mi racionalidad y reflexión; por brindarme la sabiduría de tu compañía y la belleza con que te manifiestas en la unicidad del ser que hoy expresas a través de la corporeidad.
Hay tantas cosas en tu memoria que saberme unido a ti es sentir que entre nosotros no hay secretos, cuerpo mío, corporeidad mía. En este ejercicio de compenetración has dejado de ser un testigo silencioso y me compartes lo que observas. Hasta siento que te disculpas por tu parquedad; sin embargo, creo que no es así, porque soy yo quien no sabido interpretar tus señales, que siempre han estado ahí, mostrándose sin egoísmo.
¿Cómo hemos podido convivir siendo apenas cuerpo y mente, y desaprovechar la gratificante experiencia de la corporeidad? Ya no eres el convidado de piedra: de ahora en adelante estamos listos para la aventura de empezar a vivir en armonía, compartir un nuevo abecedario y aprender a comunicarnos para transmitir lo que se vive muy adentro, sólo así podemos comprender el dolor que no tiene explicación.
La necesidad del diálogo corporal es relevante porque de él surgirá la comunión que permite el alivio de una vida plena. Así podrán emerger las emociones, sensaciones y dolores no resueltos. La memoria corporal en un acto de sinceridad sacará a la luz lo guardado y lo que tanto daño ha causado.
A partir de este momento soy consciente de la necesidad de estar en ti, de habitarte, de aprender detalladamente a sentirte, de evitar cualquier desconexión. La conciencia de la desconexión corporal es la idea central de esta carta.
Escribirle a mi cuerpo ha sido una forma de mirarme sin miedo, de reconciliar la palabra con la piel. En este diálogo silencioso comprendí que no hay frontera entre lo que pienso y lo que siento: soy cuerpo cuando recuerdo, cuando amo, cuando respiro.
Cada cicatriz es una frase escrita en mí, cada latido una forma de decir “estoy vivo”.
Ahora sé que escucharlo es también escucharme, y que habitarme plenamente es la manera más humana de existir.
Con aprecio, tu corporeidad pensante.

En el artículo Carta al cuerpo, Wencel Valega expresa un profundo deseo de reconciliación con su propio cuerpo, al que busca reconocer no como una simple herramienta o una apariencia externa, sino como su primera casa, el espacio que habita y que le permite existir. A través de sus palabras, invita a reflexionar sobre la importancia de mantener una mente sana en un cuerpo sano y de mirar nuestro cuerpo con gratitud, respeto y amor. Valega propone abandonar la visión negativa que lo asocia con el origen de los males o las imperfecciones, y en su lugar, comprenderlo como un compañero esencial en nuestro paso por la vida, digno de cuidado, aceptación y reconocimiento.