Diciembre llega con su frente niña
y su aire fino de jazmín que sueña…
¡Y como un arpa donde vive un pájaro
mi corazón a resonar empieza!
Poema: Diciembre. Meira Delmar.
Sin lugar a dudas, diciembre está lleno de nostalgias y emociones positivas que nos animan a hacernos promesas, adquirir compromisos con nosotros mismos; a recordar el año que culmina en un ejercicio de flash back, mes a mes, y encender el entusiasmo del optimismo ante el año venidero. Al final, cuando ya es enero, con el paso de los días nos desengañamos. Sin embargo, basta con que uno llegue a viejo para darse cuenta que cada fin de año sucede lo mismo y son estas reiteraciones amargas y dolorosas las que nos vuelven escépticos ante el inicio del nuevo año. Jamás nos preparamos para el estrés del desengaño por la sencilla razón que somos seres humanos dotados de ilusión e ingenuidad celebrando el final en un instante. Es por eso que la experiencia de los años nos hace incrédulos, aunque en nuestra condición de vecinos – para no ser aguafiestas – participemos de las emociones positivas con que nos marca cada diciembre, el descanso y el abrazo de la familia. Sí, somos escépticos porque la rutina de los años nos lo demuestra así, volviéndonos des – convencidos y sin la plena conciencia de que los cambios están dentro de uno. Se nos olvidó el entusiasmo de la niñez y la capacidad de elucubrar nuevas maneras de afrontar el mundo de la vida, donde los promotores de la alegría somos nosotros a pesar de las circunstancias.
La navidad para los que somos católicos es una experiencia maravillosa que nos trae recuerdos del pasado, vivencias íntimas familiares, amistades de la niñez, adolescencia y juventud. El espíritu navideño se arraiga a partir de las experiencias vividas en las etapas de desarrollo, esas sobre las cuales tenemos uso de razón. Ir al monte con los amigos en romería a cortar un árbol para la navidad, colocarlo en la sala, envolverlo en algodón para que pareciera nieve y adornarlo con bolas multicolores y extensiones de luces intermitentes y fijas. Era una experiencia gratificante ver nuestro árbol de navidad brillando en el centro de la sala, colocado sobre un rústico pesebre que contaba una historia alrededor del niño Dios, esperando a los reyes magos. Lo más interesante de esta experiencia era que nunca habíamos visto un árbol navideño y recurríamos a nuestra imaginación, la experiencia de los viejos y las navidades observadas en las películas mexicanas que traía Pedro Ucrós Barrios, dueño del teatro Olimpia de Soledad. Es una época difícil de olvidar, porque el niño Dios no colocaba los regalos en el pesebre, sino en los pieceros de la cama.
Fueron tiempo de ingenuidad, pero también de inquietudes entre los niños del barrio a medida que crecíamos. “El que se acueste tarde no recibirá regalos del niño Dios”, nos decían a los inquietos que ya comenzábamos a hacernos preguntas. “Qué tiene que ver si no hay dinero en casa, con los regalos del niño Dios?”, eran preguntas agudas que los adultos no podían contener. “Para qué escribir una carta al niño Dios, ¿acaso no es muy pequeño para leer tantas?”, interrogantes desbordados y adultos puestos en aprieto. “¿Por qué el niño Dios no me trajo lo que le pedí?”, eran preguntas que ponían en aprietos a los papás. “No entiendo todavía porque el niño Dios no me puso regalos este año”, exclamaba con tristeza Abelardo con las manos vacías y los ojos llorosos, “mi papá me dijo que este año el niño Dios estaba Pobre”, nos explicaba impotente, “pero, ¿por qué a mí?”, insistía pensativo viéndonos jugar a los demás con la mirada perdida, sin embargo, le prestábamos los juguetes y su rostro irradiaba felicidad por un instante. Recuerdo a todos mis amigos niños, ingenuos, creyentes, siguiendo las reglas, interrogándose sobre las injusticias celestiales, y desamparados ante las inquietudes sin respuestas de los padres.
Sí, somos escépticos porque la rutina de los años nos lo demuestra así, volviéndonos des – convencidos y sin la plena conciencia de que los cambios están dentro de uno. Se nos olvidó el entusiasmo de la niñez y la capacidad de elucubrar nuevas maneras de afrontar el mundo de la vida, donde los promotores de la alegría somos nosotros a pesar de las circunstancias.
Después de navidad venía el fin de año. Nos sentábamos en cualquier terraza de las calles del barrio, junto con los adultos que festejaban con cerveza y alcohol. Desde la tarde alguien había ofrecido una chaqueta vieja, unos pantalones raídos y unos zapatos viejos de tanto andar. Diomedes, El Mudo, construía una silla con madera vieja y varas de matarratón, donde se sentaba al año viejo, relleno de aserrín, impávido ante la muerte, totalmente embriagado. Faltando, cinco para los doce, coincidían la canción – “Faltan cinco pa´ las doce” – de la versión original del compositor Oswaldo Oropeza, pero en la voz de Aníbal Velásquez, con la muerte pública, en mitad de la calle del Año Viejo; ante el fuego nos quedábamos maravillados viendo como se extinguía el año viejo y la gente bailando a su alrededor, burlándose de la muerte en una danza grotesca e improvisada; recordando a Heráclito en medio de un fuego depurador y principio para un año nuevo, de anhelos y esperanzas. En medio de festejos, llantos, abrazos, música, comida y ron, los niños éramos felices, contagiados con el entusiasmo de los mayores.
Que recuerde, ningún Scrooge – personaje del cuento, Canción de Navidad, de Charles Dickens – nos aguaba las fiestas de diciembre en la cuadra. A los cascarrabias que conocíamos, hombres y mujeres, se les ablandaba el corazón, deponían las emociones negativas, gozándose diciembre, prendiendo y repartiendo traqui – traqui y tiros en la fiesta de las Velitas; dirigiendo villancicos en las novenas y pidiendo al niño Dios que dejáramos de jugar bola de trapo, frente a sus casas; se divertían bailando el último día del año y lloraban la soledad que los embargaba, y que sentíamos en los abrazos y pellizcos cariñosos que nos daban. Esa actitud presenciada y vivida, era una forma de decir: “¿nos dejan entrar en sus vidas?”, nosotros lo permitíamos sin tener mucha conciencia del sentido de comunidad, pero todo era posible dentro de nuestro espíritu gregario y el de ellos mismos. Ellos deseando entrar a la fiesta y nosotros contentos que el espíritu malévolo de estos Scrooges, arrepentidos en el último mes del año estuvieran ansiosos del calor humano, la fiesta y las canciones de navidad.
La experiencia nos ha mostrado los finales de cada año. Percibimos que hay cosas que no cambiaremos, sino no tenemos la disposición e intención de hacerlo. No podemos cambiar lo que no controlamos; pero si controlo mis emociones, seguro que cambiaré. Fue esa sensación la que nos dejaron los Scrooges. La vieja Sara regaba el jardín por las mañanas, cantando canciones que nunca cantaba ni se le habían escuchado; el viejo Néstor exhibió su voluntad de cambio en un pacto que nos recordaba que la bola de trapo no caería sobre el techo y si una teja era partida tendría que pagarse; Modesto dejó de ser gruñón y machista, aceptando que su fumadera de tabaco y cigarrillos impregnaba toda la calle de humo, él propuso irse a fumar a la orilla del río que nos quedaba cerca; la señora Belén, después de tanto bailar y parrandear, entendió que solo se vive una vez, siempre en presente, dejó de maldecir y lanzar vaticinios sobre el final de los tiempos que tanto aterrorizaban al barrio; el Cachaco de la tienda prometió que más nunca nos insultaría cuando le pidiéramos la ñapa.
Lo cierto es que estos Scrooges, Sara, Néstor, Modesto, Belén y el Cachaco, persona de la cual nunca supimos su nombre, aunque viejos aprendieron a vivir sin rencor ni maldiciones entre los vecinos. Los pelaos de la cuadra vimos el cambio notorio y eso nos contagió. Al pasar por el frente de sus casas, acostumbramos a saludarlos y preguntarles cómo estaban. Desde esa época entendí que el mundo no cambiaría jamás, si en cada uno de nosotros no había una intención profunda de hacerlo. Con el nuevo año desaparecieron los insultos, se pactaron acuerdos y nuestra calle – por fin – estuvo bajo la aureola de una paz gratificante. El perdón y el respeto estaban anidados en el corazón de todos, exhibiéndose a través de los comportamientos de buen trato. Fue el único año – que recuerdo – en que el año viejo no fue quemado y su rostro sonriente y sobrio nos acompañó en el salto de un año a otro. Ese año se justificó pensar en la esperanza de un Año nuevo y una vida nueva. Sólo esa vez en mi vida pensé que el cambio había sido posible, pero todos aportamos ese lado humano escondido y de esa manera contribuimos a la salud mental del barrio.
Scrooge, personaje central, en el cuento de Dickens, Canción de Navidad, es una persona incrédula, avara, dura y pecadora, egoísta y solitaria que odia la navidad y no le encuentra sentido a esa fiesta, sobre todo viendo cómo la gente pobre la disfruta. Su sola presencia causaba animadversión en la gente que lo conocía y no se atrevían a saludarlo; actitudes que muy poco le importaban.
Recuerdo que en mi barrio esa aureola de paz, la llamábamos: la cuadra unida, adornada de cadenetas hechas por cada una de las familias y que resonaban con la bella brisa decembrina, con muros y bordilllos pintorescos a punta de cal y tintilla en polvo. Fueron momentos que no se borran de mi memoria y que me hacen comprender como la inocencia de la niñez es fundamental en estas aureolas de Paz. Lastima que, la pelaera ( niños y niñas) del barrio, crecimos, cada camino tomo rumbo, la inocencia se fue desvaneciendo y La famosa cuadra unida se fue quedando solo en recuerdos. -Excelente artículo