Adiós al fútbol y los sueños                           

Wensel Valegas

Te cuento que en la escuela la vida era agradable y placentera hasta que sucedió lo que sucedió. Cuando escuché los rumores, me inquieté, y desde que llegaron los comentarios contundentes y veraces, me resistía a creerlo; finalmente, los murmullos se desbordaron como un río silencioso, con el peso inevitable de la certeza. Aun así, me negaba a pensar que realmente sucediera. Los compañeros de clase, y los del equipo, me decían: “eres un incrédulo, eso va porque va”. Nadie opinaba, nadie se atrevía a emitir un juicio que diera confianza a mi terquedad. No parecía importarles lo que estaba ocurriendo, y eso me causaba una profunda tristeza. Se me antojaba pensar que actuaban como si estuvieran de acuerdo con la noticia. Sentía sus miradas siguiéndome por los pasillos de la escuela; les asustaba mi rabia y mi silencio.

Lo que acontecía llegaba a mis oídos mientras estábamos en la escuela: el ruido de los camiones entrando y saliendo, los gritos de los supervisores se ahogaban en una algarabía ininteligible producida por la maquinaria pesada, el montaje de estructuras, la perforación de la tierra, el martilleo insistente de los obreros clavando y desclavando entre gritos y sudor. Eso escuchaba desde la mañana hasta la hora de salida de la escuela, y mis ojos tristes contemplaban la desolación; confirmaban lo que la gente decía: la cancha de fútbol de la escuela había sido arrasada y desaparecía, y en su lugar, un edificio imponente crecía majestuoso desde el fondo de la tierra, ante el asombro de los estudiantes, cuyos sentimientos oscilaban entre la rabia y el llanto de impotencia. La cancha de césped de la escuela, donde tantas generaciones habían jugado, se esfumaba como arte de magia, desapareciendo lentamente.

Viendo la hierba vejada y arrancada con brusquedad, solo nos quedaba el recurso de la memoria. Cada uno de los integrantes del equipo, a la salida del colegio, nos dedicábamos a contemplar los últimos vestigios de la cancha y recordar el goce de los partidos, intactos en la memoria. Las gambetas, los amagues, el pase-gol, las chilenas, las palomitas, los goles, las victorias, las derrotas, los abrazos; la algarabía de los espectadores al ver cómo los más diestros bajaban la pelota con el pecho y, de media volea, inflaban la malla. Era la memoria con el aroma de la tristeza de todo el equipo, de los que pertenecíamos a la selección de fútbol del colegio, sentados bajo el árbol de matarratón, en medio de largos suspiros de nostalgia.

Me dolía, claro que sí, porque el fútbol era la vida misma y, a la vez, la misma vida de todos los estudiantes que soñábamos con jugar en el Real o el Barça; creo que teníamos ese derecho a soñar, y nadie podía coartarnos esa posibilidad. No me apenaba que me vieran triste. Los estudiantes, como jugadores, éramos testigos de cuánto el fútbol había dotado de sentido nuestras vidas. En los sueños estaba el fútbol, con sus desafíos, reconociéndonos el talento dentro del equipo, estableciendo metas y asumiendo responsabilidades individuales y colectivas, poniendo de testigos a los compañeros del equipo y los amigos del barrio de nuestros deseos a futuro. Para muchos talentosos, el fútbol era la prioridad, y lo sostenían con convicción en la escuela, la casa, los padres y profesores. Primero el fútbol, después lo demás, decíamos.

La cancha de fútbol de la escuela había sido arrasada y desaparecía, y en su lugar, un edificio imponente crecía majestuoso desde el fondo de la tierra, ante el asombro de los estudiantes, cuyos sentimientos oscilaban entre la rabia y el llanto de impotencia. La cancha de césped de la escuela, donde tantas generaciones habían jugado, se esfumaba como arte de magia, desapareciendo lentamente.

Con el fútbol viajamos, conocimos otras ciudades y personas de otras culturas en nuestro país; habíamos ampliado el círculo de amigos locales, regionales, nacionales; soñábamos con conocer nuevas amistades de otros países algún día. A través del fútbol aprendimos lo que la escuela no podía enseñarnos, eso comentábamos viendo las máquinas aplanando el terreno, borrando el punto penal, el tiro de esquina y el círculo central; nuestro arquero lloró al ver derrumbar la portería, perdiendo la seguridad y la alegría que siempre exhibió bajo los tres palos.

La escuela es teoría que se dispersa; el fútbol es una práctica que se vive en todo momento. Nos fue dejando enseñanzas reales: conocer y aceptar el reglamento, respetar a nuestros compañeros, también a los del equipo contrario; el fútbol nos convenció de que entre ganar y perder hay una breve brecha, así como sucede con la alegría de la victoria; un parpadeo nos lleva a la tristeza y frustración que ocasiona la derrota; a trabajar y convivir en equipo, también el aprendizaje del control emocional en la marca del contrario, de encarar para eludir, de la serenidad en el cobro de los doce pasos. Siempre recordaremos la sabiduría de los entrenadores, que decían que los pulmones y el corazón se hacen más resistentes cada día.

Por los pasillos escucho el desconsuelo conformista de los estudiantes, la impotencia golpeando las paredes con los puños; entiendo el dolor de mis compañeros. Yo siempre fui el capitán de campo, el entrenador me escogió porque, además de jugar, pensaba como un líder, pero ahora esa cualidad no sirve para nada. Solo me quedan los monólogos y las cosas que me digo sin encontrar respuestas todavía. “No me canso de preguntarme por qué tuvo que suceder esto. ¿Por qué no vendieron el laboratorio de química o de física? ¿Por qué tuvo que ser nuestra amada cancha de fútbol? ¿Dónde jugaremos los estudiantes de aquí en adelante? Sí, para mí la razón de ser de la escuela era la cancha de fútbol, por eso estoy aquí desde niño. ¿Por qué tuvieron que venderla? ¿Por qué nunca nos preguntaron si se vendía o no? Pero no se me ocurren respuestas, solo preguntas. A fin de cuentas, este es un país de preguntas sin respuestas”.

Mientras percibo la inconformidad soterrada de mis compañeros de equipo y la del resto de los estudiantes, evoco una frase de Albert Camus, cuya vida deportiva se truncó, y que el entrenador hizo colocar a la entrada de la cancha: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.

Observo a los obreros recoger los escombros y depositarlos en un camión gigantesco. Solo nos queda el recuerdo de la conducta irónica de un obrero leyendo la frase del escritor que tanto nos entusiasmó, echándola a la volqueta como cualquier desperdicio. Una vez más, la racionalidad económica le sigue haciendo el juego al mercado. Nunca nadie nos escuchó; las voces de los adolescentes no cuentan, mucho menos sus sentimientos. Desde ese día comenzamos a despedirnos de los sueños. ¿Para qué hablar de lo que construirían en ese lugar, si nuestra única angustia era la cancha que ahora habitaba en nuestra memoria colectiva? Esa no la podían usurpar.

One thought on “Adiós al fútbol y los sueños                           

  1. Nosotros acá en Santo Tomás no hacemos la misma pregunta: Por qué desaparecieron la cancha de fútbol si era una buena muchacha?
    Intervinieron 5 actores:
    El rector del colegio
    La asociación de padres de famili
    El alumnado
    El alcalde
    El gobernador.

    A ellos les importó un pito la cancha

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