La memoria de la amistad

Wensel Valegas

“Lo que busco ahora es si

la vida feliz está en la memoria”.

Sobre la memoria. San Agustín.

Hay días en que las evocaciones de la memoria nos llegan de golpe, sobre todo cuando nos libramos de ocupaciones trabajosas y felicitarias, como diría el filósofo español Ortega y Gasset. Sentado en el balcón de la casa, bajo el influjo de una tarde crepuscular, me deleito con los recuerdos alineados que piden la palabra. Los evoco sin nostalgia, con la plena convicción de quien soy ahora: un hombre lleno de pasado, sujeto todo el tiempo a una memoria sin olvidos, a la bienvenida de esos recuerdos guardados en lo más recóndito, como si esperaran su turno para hacer acto de presencia. Surgen ordenados, con facilidad, atendiendo a mis sugerencias.

Vienen con sus propias imágenes, con formas antiquísimas o restauradas en el almacén de la memoria; traen consigo sonidos y olores, que, sin sentirlos, tenemos la gracia de recordarlos porque los vivimos. A través del tacto evoco la suave sensación de los abrazos —y también su dureza. Se remueve la caja en que habitan los recuerdos con sus emanaciones, a veces oscuras, pero con la libertad de imaginarlos y sentirlos en su autenticidad.

Distingo los olores del viento, los fuertes rugidos del río musculoso de antaño y el lamento premonitorio de los árboles verdes – intenso, antes de las devastaciones anunciadas por la ceguera del progreso. Existe una riqueza de imágenes en el almacén de la memoria, las cuales no podría escoger ni nombrar sino estuviesen allí, agazapadas, esperando la conexión justa para recrear el pensamiento y visualizarse. Lo que evoco no podría hacerlo sin una experiencia previa, anclada en lo profundo de la memoria. ¿Cómo han entrado en mí los recuerdos, sus imágenes — no los conceptos?

Sentado en el balcón pongo a disposición la película de la memoria, para que abra sus puertas, como las de una jaula, y salgan veloces las recordaciones de la amistad como hojas de otoño: alegres y centrifugas. Porque entre todos los recuerdos que se asoman con insistencia, los de la amistad no solo sobreviven: se reaniman con fuerza, como si me pidieran ser contados, vividos de nuevo, y reconocidos como parte esencial de la persona en que me he convertido.

Allá, en los caminos transitados hacia la Isla Cabica me veo en su travesía junto a un amigo de espíritu luchador frente a las grandes batallas en la infancia: Abimeleth. Era menudito, pero de mirada curiosa, atraído por los propósitos que captaban su atención. Su fragilidad engañaba, pues su fortaleza se exhibía ante las grandes decisiones: “hoy llegaremos a Cabica a contemplar el río más furioso que hayas conocido”.

Iba adelante como buen guía; usaba sus silbidos para espantar serpientes y comunicarse con los pájaros. Su vista abarcaba el camino en profundidad, observando el pequeño mundo de los árboles, donde habitaban una variedad de animales, silenciosos algunos, bulliciosos otros. Era parco en su hablar, pero poseía un cerebro de decisiones rápidas.

Muchas veces pensé que la escuela nada tenían que ver con la naturaleza contemplada. Nunca le gustó la escuela, no fue de su interés. Sin embargo, conocía todos los caminos del pueblo, la isla y sus alrededores; era un etólogo natural: escuchaba las conversaciones de los animales, interpretaba sus ruidos y silencios, sin perder el entusiasmo ni la calma.

Leía la naturaleza, el tiempo y la noche como nadie, hasta predecía la lluvia, y la escuela insistía en que “no sabía leer”. No le fue bien en la escuela obligada, tampoco le preguntaron sobre su vocación rebelde, que obedecía a sus instintos naturales.

Sus acciones, su sabiduría, sus decisiones y, sobre todo, sus silencios, fueron la fuerza de una amistad creciente. Siempre fue el maestro que enseñaba el mundo aprehendido desde sus intuiciones. Yo era el estudiante boquiabierto, escuchándole los saberes que la escuela jamás me iba a enseñar.

Nunca le gustó la escuela, no fue de su interés. Sin embargo, conocía todos los caminos del pueblo, la isla y sus alrededores; era un etólogo natural: escuchaba las conversaciones de los animales, interpretaba sus ruidos y silencios, sin perder el entusiasmo ni la calma. Leía la naturaleza, el tiempo y la noche como nadie, hasta predecía la lluvia, y la escuela insistía en que “no sabía leer”. No le fue bien en la escuela obligada, tampoco le preguntaron sobre su vocación rebelde, que obedecía a sus instintos naturales.

A pesar de su partida inesperada, mi memoria conserva su amistad, aunque nunca hablamos de ese sentimiento, sólo lo vivimos hasta que le duró la vida.

Pero la memoria está llena de historias que brotan cuando me siento en el balcón. Surgen de improviso, anudándose con nuevas evocaciones. Cuando la brisa que viene del río cede su frescura al atardecer y el sol parte hacia otro lado del planeta, entonces dejó vagar los recuerdos hasta solazarme, viendo las emociones pasadas.

Aparece la memoria lúdica en el escenario de la calle sin pavimentar. Se jugaban extensos partidos de bola de trapo los fines de semana, desde la mañana hasta casi el anochecer. En medio de la risa, gritos y el juego, la amistad crecía con la complicidad de los apegos y la solidaridad. Nadie pudo desenredar los acuerdos establecidos, los lazos íntimos de las conversaciones; tampoco pudieron desamarrar el abrazo efusivo que nos unía y el canto apasionado de los goles. No se hablaba mal de nadie, ni teníamos la costumbre de hacerlo de alguien ausente; preferíamos la crítica directa y el carácter fuerte en el escenario de una amistad que crecía y no disminuía.

Nuestro defecto era jugar – padecíamos los regaños de los padres, la queja de los vecinos a la policía, que nos perseguía por los gritos, los pelotazos y los vidrios rotos –. Sin embargo, nuestro juego inocente y alegre respondía a la necesidad de movernos, de hacer algo diferente, después de la escuela; de ejercitarnos en el desafío de los cuerpos, exhibiendo habilidades y destrezas, estando descalzo.

Los largos encuentros no estaban exentos de regaños. No éramos desobedientes ni indisciplinados. Respondíamos a la necesidad de un espíritu gregario que nos atraía. Antes del juego: Leonardo exhibía el ritual de la elaboración de la bola de trapo, mientras los demás, bajo sus órdenes, ajustábamos, apretábamos, cortábamos, comentábamos y, finalmente, dábamos el visto bueno. Las manos de Leo tejían las emociones y la ansiedad del juego, acariciaban la textura de la pelota, sopesándola, guiado por su instinto de artesano y el reconocimiento de todos, apoyándolo. La amistad estaba hecha de juego. ¡Qué tiempos aquellos, sin televisión, ni celulares!

Después del juego: el sudor, la risa, la rabia pasajera por el egoísmo de alguien, los errores de Freddy, el arquero, el penalti malogrado por Abimael. A medida que transcurría el descanso se disipaban las voces fuertes, surgía el goce de la palabra, los murmullos bajos. La casa de Juvenal abría sus puertas y el olor de la cocina avivaba el hambre, y el pescado frito – donado por el señor Alejo, pescador desde niño – nos golpeaba el olfato. Había comida para todos en un tiempo en que no existían diferencias. La rabia de los padres desaparecía y los policías se paseaban con sus bolillos al cinto por la calle de juego. Disfrutando la comida en la terraza, les ofrecíamos nuestra amistad en ese paréntesis de descanso. Amistad contagiada, que provenía de los padres, como buenos vecinos.

A esta edad que tengo, me pregunto por qué ciertos recuerdos vuelven con más intensidad que otros. ¿Acaso son solo imágenes guardadas, o partes vivas de lo que somos? Me convenzo que el almacén de la memoria es mucho más: elige, convoca, ordena, y en esa selección caprichosa, las amistades regresan con nitidez, con el olor del juego y la voz del amigo que ya no está o los que se ausentaron para siempre.

Lo vivido con Abimeleth, Leonardo, Freddy o Abimael no fueron simples episodios de infancia. Fueron formas de aprender el mundo, de descifrarlo con el cuerpo, la palabra o el silencio. La amistad, entonces, no era algo que se declaraba: se ejercía. Estaba hecha de actos cotidianos, de decisiones compartidas, de juegos, de comidas, de caminos y goles. Estaba en el arte de escuchar, de guiar, de construir una pelota, de abrir la casa para todos, de compartir el pescado sin preguntar quién tenía hambre.

La escuela enseñaba muchas cosas, pero nunca nos habló del valor de una mirada cómplice, de una palabra a tiempo, de una defensa silenciosa. Esas lecciones vinieron de los amigos, de compartir los errores y aciertos, del perdón espontáneo, del abrazo sin promesa.

Con el tiempo uno aprende que la amistad no muere con el paso de los años, ni es archivada como una foto vieja. Se transforma en una presencia que no pide lugar, pero aparece cuando más se la necesita. A veces en una voz, a veces en un olor, a veces en el simple acto de sentarse en silencio a mirar el atardecer. En ese momento me invade el regocijo de una vida feliz que habita en mi memoria.

2 thoughts on “La memoria de la amistad

  1. En el artículo La memoria de la amistad se muestra cómo, con el paso del tiempo, la vida nos enseña que la verdadera amistad no muere ni se desvanece como una foto vieja guardada en un cajón. Por el contrario, se transforma en una presencia silenciosa que no exige espacio, pero que aparece justo cuando más se la necesita. A veces se manifiesta en una voz, en un aroma, o en el simple acto de sentarse en silencio a contemplar el atardecer. En esos momentos, me invade una profunda sensación de regocijo, como si una vida feliz habitara intacta en el refugio cálido de mi memoria. Tal como lo expresa el autor en este escrito. Feliz día del amor y la amistad.

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