Deshumanización del trato

La familia doméstica está integrada por el padre, la madre y los hijos, en una conjunción de afectos e intereses mutuos. Es el núcleo de la sociedad. Estos afectos e intereses demandan sincera lealtad de sus integrantes. Un compromiso de fidelidad a la casa paterna. Ningún sujeto, ajeno y mucho menos dentro del grupo familiar, puede maltratarlos sin que alguno de ellos no se resienta; obvio, el maltrato trasciende a todos.

Hay que reconocer, lo dijo el Papa Francisco, que no existe familia perfecta y agrega «No hay que tener miedo a la imperfección, fragilidad y conflictos… la familia es el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia».

No hay padres, esposos, hijos, ni hermanos perfectos. Hechos, igual, a cualquier ser humano, con debilidades y fortalezas; lo que quiere decir, frágiles físicamente, con una inteligencia limitada y emociones volátiles que conducen a estados de ánimo que oscilan entre la alegría y la tristeza, el optimismo y el pesimismo.

Imperfecciones propias de la naturaleza humana nos llevan a cometer errores, equivocaciones, comportamientos inadecuados que no deben traspasar el núcleo cerrado de la parentela. “Los trapos sucios se lavan en casa”.

Los trapos sucios, de cada uno de los miembros de la familia, por respeto a su intimidad, derecho a una vida privada y lo más importante por simple principio de honestidad con la estirpe común, no pueden ser expuestos a la luz pública, por ningún motivo, utilizando los medios que brinda la tecnología virtual: desde el conducto telefónico hasta la inmediatez de las “redes sociales”.

En tiempos pretéritos la pared y la muralla eran receptáculos en donde se exponían, en forma malévola, las vergüenzas de la gente. De allí el viejo refrán: “El papel y la muralla son el papel del canalla”.

De otro lado, si observamos con detenimiento las páginas coloridas del Facebook, por ejemplo, podríamos concluir que las relaciones humanas son lo más de excelentes: familias armoniosas, parejas, en su mayoría, modelo de lo que debe ser el amor recíproco, hermanos solidarios los unos con los otros, amigos que subsisten en permanente fiesta, jóvenes, en general, rebosantes de entusiasmo, gozosos de la vida. La gente, que el Facebook muestra, irradia una permanente y envidiable felicidad. El “Mundo Feliz” que profetizo Aldo Housley en que la tecnología y el consumismo nos manipulan suprimiendo la esencia del individuo y promocionando la conformidad. El “Todo bien” del pensador nacido en “Pescaito”, Santa Marta, es principio por seguir de esta filosofía de vida.

“Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad”.  “El mundo sólo tendrá una generación de idiotas”.  Profético Albert Einstein con indudable acierto.  

Al observar este panorama pareciera que el Papa Francisco se hubiera equivocado en su admonición.

Nadie publica o comunica algo que pueda afrentar y enfrentar a sus parientes o llama por teléfono a denunciar sus rivalidades. Ninguno saca a relucir lo negativo que habita al interior de sus familias, para denigrar de los suyos a los cuatro vientos. Eso es comprensible. El mandato de la sangre lo demanda. Tan solo, a manera de denuncia, desahogan su inconformidad con las vicisitudes propias o ajenas de la existencia cotidiana. Situaciones, hechos o circunstancias de la vida social que, de una u otra manera, afectan a la mayoría.

Plausible que las redes sociales, Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y TIk ToK, al tiempo que promueven una creciente solidaridad entre la gente del común, son, no hay duda, instrumentos de convivencia que enriquecen los lazos entre amigos y familiares; para los que están cerca o entre aquellos que por variadas circunstancias no tienen oportunidad de intercambiar en forma directa por la lejanía. Es su lado positivo. Gratificante.

Sin embargo, el abuso lamentable de estos recursos, el celular, en particular, rompe la comunicación interpersonal cuando, acorta el dialogo, impide la conversación, esconde la mirada, silencia los encuentros. Las personas, absortas en la maravillosa herramienta cibernética, se juntan, indiferentes, en la estrecha soledad de un ascensor, en la sagrada mesa del comedor o en la concurrencia de un auditorio sin oyentes, por mencionar algunos espacios, en donde están ausentes las humanas expresiones de cariño, amor y afecto que nos aceran los unos a los otros.  La palabra viva que comunica, que aglutina, que nos humaniza, no se escucha ante la mecanización brutal del ágape. Cuando todos callan o lo peor todos hablan al mismo tiempo.

“Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad”.  “El mundo sólo tendrá una generación de idiotas”.  Profético Albert Einstein con indudable acierto.  

Impotente me he sentido, tantas veces, al observar, por ejemplo, como un alto número de estudiantes en las aulas de clase, en pleno ejercicio docente, tanto de pregrado como de posgrado, sucumben, idiotizados, no obstante, la prohibición, ante el poder distractor del adminiculo comunicador electrónico. En actitud que raya con la irresponsabilidad, la descortesía, el irrespeto hacia ellos mismos, a lo mejor, también, con lo patológico.

En cierta ocasión un estudiante de anestesia ubicado frente a mí, absorto en su móvil, le pedí el favor de que guardara el aparato y pusiera atención a mi exposición. El joven justifico su uso diciéndome: No profe, no se preocupe, yo sí estoy atento a lo que usted dice. Trato de verificar en el celular, en Google, si lo que usted expone es correcto. ¡Qué tal! El doctor Google resulto más creíble que el profesor.

Ya sabemos, en igual forma, de la alta incidencia de accidentes de tránsito a causa del uso del celular mientras se conduce.  

Deshumanización del Trato se me ocurre denominar este tipo de comportamientos que rompen la necesaria comunicación interpersonal y entre todos.

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