Tres historias: rebeldía, superación y lo inesperado

Wensel Valegas

Las historias nos vienen de adentro, desde los recuerdos; nos surgen de las lecturas que nos marcan con las palabras de la ciencia, o de otras historias y relatos; surgen del drama de otras vidas y de la vida misma que afrontamos como seres humanos; de las que surgen en el tiempo libre usufructuado para el consumo y práctica deportiva, artística, turística. Estas historias nos traen la rebeldía y crítica admirable de un niño ante el padre; la fuerza para sobreponerse a la tragedia en un ejercicio de supercompensación, diría Vygotsky, asumiendo la vida, amándola; la distracción fugaz y efímera que da un giro a la vida del deportista en un santiamén, elevado por la crítica al pedestal de los héroes, o rebajado al infierno de los fracasados ante lo inesperado.

Isaac

Abraham Llamó el nombre de su hijo que le Había nacido,

y que Sara le Había dado a luz, Isaac (Génesis 21:1-4)

Ándate, llegaremos tarde, dice el padre al niño que lee un libro sobre la mesa. ¿Es necesario que vaya?, pregunta el niño, alzando la mirada hacia el hombre apresurado. Sí. El niño escucha la afirmación con fuerza. Lo siento papá, no iré, me quedo –dice Isaac a su padre, Abraham, que lo mira desde la puerta –ya una vez demostraste que eres hombre de confianza y de fe, además, no quiero volver a pasar por ese susto. Dios entenderá.

Ciegolector

No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos.

Poema. Un ciego. J.L. Borges 

Lo siento papá, no iré, me quedo –dice Isaac a su padre, Abraham, que lo mira desde la puerta –ya una vez demostraste que eres hombre de confianza y de fe, además, no quiero volver a pasar por ese susto. Dios entenderá.

Siempre quise ser buen lector, pero la distancia entre querer y poder no puede medirse, por eso creo que las respuestas tenían que ver más con mi interés, disciplina y placer. Recuerdo la vieja biblioteca del colegio con textos clásicos que nadie leía. En mi casa, en cambio, estaba la biblioteca de papá, que le gustaba sugerirme lecturas que no compartía, sólo vigilaba mis inclinaciones literarias para censurarme. Aun así reconozco que ser lector me animaba mucho. Años después me duelen los amagues que le hice a los libros desde los antiguos filósofos de Grecia y Roma hasta las novelas de Verne, las narraciones extraordinarias de Poe, Stevenson, Dickens, García Márquez, que teníamos en casa. No recuerdo ninguna lectura realizada aparte de los libros de textos que pedía la escuela obligando a los padres a comprar listas interminables de libros que nunca leímos, salvo por la insistencia de uno que otro apasionado y obsesivo maestro que no comprendía nuestra falta de interés por la lectura. Cuando tomé la decisión de leer con disciplina, tenía veinte años. Al día siguiente de haberlos cumplido me accidenté. Estuve en coma seis meses. Cuando desperté, desperté a la vida, no a la luz de los amaneceres ni atardeceres, tampoco a las puestas de sol allá donde se acaba el mar en Puerto Colombia y Salgar. Ceguera profunda, dijeron los médicos. Desde entonces me consuelo con la textura de los libros – al visitar una librería o una biblioteca –, el peso de una novela corta, una Ilíada, o una Odisea, el aroma que destilan; anhelo – aunque es demasiado tarde – ver las imágenes y colores de la portada; sus palabras guardadas y silenciosas, sólo las imagino. Sin embargo, me considero un buen lector, al leer, – en braille – con mis dedos, el libro abierto sobre el escritorio y los audífonos en sincronía, leyéndome en voz alta la lectura del audiolibro. Con los ojos cerrados – es la costumbre – recuerdo la afirmación del neurólogo, no se lee con los ojos, sino con el cerebro. La lectura en la voz del narrador, grave, profunda, acompaña mis dedos ávidos leyendo las frases y mis manos pasan las hojas, despacio. Cierro mis ojos y me deleito acariciando las palabras y escuchándolas en la Trilogía de Nueva York, de Paul Auster.

Penalti

Entonces Devanni ejecutó ese penal que no existía.

Lo ejecutó…lanzando la pelota muy pero muy lejos del arco rival.

Ese acto de coraje selló su ruina, pero le otorgó el derecho

de reconocerse cada mañana en el espejo.

Cerrado por fútbol. Eduardo Galeano. Los cuentos cuentan/ 1

Se hace un pacto tácito de silencio y atención entre los mil espectadores. El árbitro pitó penalti a escasos cinco minutos del final del juego. Marcador: 1 – 1. El jugador en el punto penal, acomoda la pelota, consintiéndola con besos y golpecitos. El arquero, bajo el travesaño, observa el ritual de afectos del cobrador, que busca la distancia justa. El árbitro mira al pateador y después al portero, con el cuerpo encogido para el salto. El silencio colectivo se escucha por encima de las voces nerviosas. “Si anoto somos campeones, no puedo votarlo”, piensa el cobrador nervioso. Gotas de sudor le cubren la frente. “Es mi oportunidad de lucirme, con el empate estamos en la final”, murmura el arquero, observando al jugador y el balón. Silencio en el estadio. El árbitro pita seco y breve. El cobrador persignándose inicia la carrera en el espacio que lo separa del balón. Milésimas de segundo antes, en el trayecto hacia la pelota, suena el celular que lo distrae.

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