La práctica de las virtudes a través del tiempo

La práctica de las virtudes a través del tiempo ha sido esencial para el desarrollo de las sociedades y el crecimiento individual de las personas. Desde la antigüedad, filósofos como Aristóteles destacaron la importancia de virtudes como la justicia, la templanza y la valentía para alcanzar una vida plena. Con el paso de los siglos, distintas culturas y religiones han promovido la práctica de virtudes como la honestidad, la generosidad y la empatía entre otras, adaptándolas a los contextos históricos y sociales de cada época. Aunque los retos varían, las virtudes continúan siendo una guía fundamental para la convivencia y el bienestar común.

La virtud es una disposición habitual que una persona muestra a través de su manera de actuar. Desde una perspectiva social, las virtudes son consideradas deseables, debido a que se encuentran alineadas con temas como la bondad, la justicia y la belleza. En determinados contextos, las virtudes pueden tener implicaciones de carácter religioso. La percepción sobre lo que constituye una virtud ha variado en el tiempo y entre las distintas culturas, pues depende de las concepciones morales que predominan en una sociedad.

En la filosofía griega, el concepto de virtud (areté) se refiere a la capacidad que tiene cada persona, animal o cosa, para cumplir de la mejor manera posible con su función. En este sentido, la virtud de un educador consistirá en enseñar con sabiduría, mientras que la de un gimnasta será alcanzar su máximo rendimiento deportivo, las de los ojos será ver perfectamente. En la Antigua Grecia (Hélade), la virtud fue un tema de constante reflexión. Filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles, así como diversas escuelas filosóficas, ofrecieron distintas perspectivas sobre cómo llevar una vida virtuosa.

Sócrates, consideraba que la virtud era el conocimiento. Creía que para actuar bien era necesario saber qué es el bien, pues, nadie hace el mal de forma voluntaria, sino por ignorancia. Según su pensamiento, todas las virtudes —como la justicia, la templanza o la valentía— se reducían a un mismo saber: el conocimiento del bien. Por ello, la búsqueda de la virtud pasaba por el ejercicio constante del diálogo y la reflexión, herramientas fundamentales para alcanzar el autoconocimiento y, con ello, una vida efectivamente ética.

Platón (427 a. C.–347 a. C.) identificó tres virtudes fundamentales para la vida en sociedad: la prudencia, la fortaleza y la templanza. Estas virtudes estaban directamente relacionadas con los distintos aspectos del alma humana, según su teoría tripartita se relacionaban con: la razón, la voluntad (o espíritu) y los deseos. La prudencia correspondía a la razón, encargada de guiar las decisiones con sabiduría; la fortaleza se asociaba con la voluntad, responsable de sostener el coraje y la firmeza ante las dificultades; y la templanza se vinculaba con los deseos, regulando los impulsos para mantener el equilibrio interior. Platón sostenía que, cuando estas tres virtudes se armonizaban en el individuo, se alcanzaba una cuarta y suprema virtud: la justicia, entendida como el orden adecuado del alma y, por extensión, de la sociedad.

Para Aristóteles (384–322 a. C.) la virtud consiste en encontrar un término medio entre dos extremos: el exceso y la carencia. Por ejemplo, la valentía se sitúa entre la temeridad y la cobardía. En este marco, distinguió dos tipos de virtudes: las morales, como la justicia y la veracidad, que se adquieren mediante la práctica y el hábito diario; y las intelectuales, como la sabiduría, la inteligencia y la prudencia, que se desarrollan a través de la enseñanza y la reflexión. Aristóteles sostenía que la virtud es fundamental para alcanzar la verdadera felicidad (eudaimonía), entendida como la realización plena del ser humano a lo largo de su vida.

Durante la Edad Media, el cristianismo influyó profundamente en la concepción de la virtud tanto en Occidente como en parte de Oriente, al vincularla estrechamente con la fe y la devoción hacia un solo Dios. La Iglesia cristiana no solo adoptó las virtudes clásicas heredadas de la filosofía griega, sino que también las complementó con las virtudes teologales, integrando así la tradición filosófica grecorromana con los valores religiosos cristianos. Esta fusión marcó un cambio significativo en la manera en que se comprendía la vida virtuosa, orientándola hacia la salvación espiritual.

Las virtudes cardinales, provenientes de la tradición clásica griega y presente en diversas religiones, fueron consideradas por el cristianismo como fundamentales para la vida moral. Estas virtudes, basadas en el concepto de areté (excelencia o virtud) de la filosofía antigua, son vistas como propias de la naturaleza humana y constituyen la base del actuar ético. Pues, cada una de las virtudes está vinculada a un aspecto esencial del comportamiento humano.

Sócrates, consideraba que la virtud era el conocimiento. Creía que para actuar bien era necesario saber qué es el bien, pues, nadie hace el mal de forma voluntaria, sino por ignorancia. Según su pensamiento, todas las virtudes —como la justicia, la templanza o la valentía— se reducían a un mismo saber: el conocimiento del bien. Por ello, la búsqueda de la virtud pasaba por el ejercicio constante del diálogo y la reflexión, herramientas fundamentales para alcanzar el autoconocimiento y, con ello, una vida efectivamente ética.

Las virtudes teologales surgen como complemento a las cardinales, a medida que evoluciona el cristianismo y, según la teología católica, se consideran dones concedidos por el creador a sus fieles creyentes. Estas virtudes orientan la vida espiritual del ser humano hacia la comunión con lo divino y no pueden adquirirse únicamente por esfuerzo humano, sino que requieren el merecimiento que solo otorga la gracia divina.

Son tres las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La fe es la creencia firme en Dios y en la verdad de la revelación transmitida por Jesucristo, por ello no necesita de pruebas empíricas y demostraciones racionales. La esperanza es la confianza en las promesas de Dios, especialmente en la vida eterna y en el cumplimiento del plan de salvación que tiene para la humanidad. La caridad, considerada la más importante de las tres, es el amor desinteresado hacia Dios y el prójimo, manifestado a través de actos de generosidad, compasión y solidaridad con otros.

Este recorrido histórico por las virtudes revela que, a pesar de las distintas perspectivas culturales y filosóficas, existe un elemento común: todas son entendidas como cualidades morales y disposiciones internas que orientan a las personas a actuar conforme al bien, la verdad y la justicia, aspectos necesarios para dominar los vicios. Se consideran rasgos deseables que contribuyen al bienestar individual y al colectivo. Si bien la interpretación de las virtudes puede variar según la cultura y la corriente de pensamiento, su esencia permanece constante: orientar la conducta humana hacia lo correcto y valioso. A lo largo del tiempo, y en distintas tradiciones, algunas virtudes  como honestidad, generosidad, paciencia, coraje y justicia, han sido especialmente apreciadas.

Lo contrario de las virtudes son los defectos, ambos se basan en la percepción social y moral que se tiene de ciertos rasgos de la personalidad. Las virtudes son cualidades positivas, deseables y moralmente elevadas, que benefician tanto al individuo como a la sociedad. Estas cualidades fomentan la armonía social y contribuyen a que las personas sean mejores. En contraste, los vicios son características consideradas negativas, imperfecciones y falencias que, por lo general, llevan a resultados desfavorables que afectan la conducta moral. Se manifiesta en rasgos de la personalidad como el egoísmo, la irresponsabilidad y la soberbia. Todas las personas tienen virtudes y caen en vicios, estos últimos pueden ser superados mediante la práctica de las virtudes, promoviendo así un comportamiento más armonioso y moralmente aceptable.

Actualmente, es complejo diferenciar entre virtudes y valores, dado que ambos términos aluden a rasgos altamente apreciados por las personas. Las virtudes se refieren a principios éticos universales, relacionados con lo bueno, lo justo y lo bello, compartidos por diversas culturas y sociedades a lo largo de la historia. En cambio, los valores son criterios y normas que guían el comportamiento y las decisiones en contextos sociales específicos. Por ejemplo, los valores que tiene una organización corresponden a los principios establecidos, desde su fundación para orientar su funcionamiento. De manera similar, funcionan los valores sociales, culturales y espirituales, que reflejan las apreciaciones que una religión, cultura y sociedad asigna a determinadas conductas.

Las virtudes están asociadas a ideales filosóficos y morales trascendentes, mientras que los valores se relacionan con prácticas propias de la vida cotidiana. Sin embargo, esta distinción no es absoluta, ya que existen términos que pueden entenderse como virtudes en un sentido y, al mismo tiempo, asimilarse como valores con una connotación distinta. La justicia, por ejemplo, como virtud representa un principio universal asociado a equidad y bien común, pero, como valor, se refiere a normas específicas que rigen el comportamiento dentro de un determinado sistema social.

En la filosofía contemporánea, el pensador escocés Alasdair MacIntyre (1929–2025) retoma la visión aristotélica de la virtud, definiendola como una cualidad adquirida que permite alcanzar bienes internos, orientar la búsqueda del bien y contribuir al desarrollo integral del ser humano. Desde esta perspectiva, la virtud no solo tiene un sentido moral, sino que también juega un papel fundamental en la formación del carácter.

La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien, cuyo objeto es la práctica constante de actos humanos buenos. Las virtudes humanas, también llamadas virtudes morales, son disposiciones estables del entendimiento y la voluntad que regulan nuestros actos y ordenan nuestras pasiones, guiando nuestra conducta mediante la razón. En la actualidad, el término “virtud” se utiliza con frecuencia como antónimo de “defecto“, entendido este último como una característica considerada negativa o indeseable. En este sentido, las virtudes se asocian con cualidades positivas que favorecen tanto el bienestar individual como el colectivo, y que permiten a las personas vivir de manera más plena, responsable y ética.

3 thoughts on “La práctica de las virtudes a través del tiempo

  1. La virtud apunta al bien y la bondad. Los defectos distorsionan la conducta de una persona, sus acciones. Si nos atenemos a Rousseau, el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe, podríamos decir que nacemos virtuosos o propensos a esa condición, pero los distintos entornos culturales nos alimentan la virtud o la invisibilizan, haciendo surgir los defectos, que se exhiben y se ostentan, por ejemplo, en las comunidades violentas, en el accionar violento de los políticos que perdieron su capacidad de reconocer sus errores y se molestan al tener que justificar la desmesura de sus fortunas. ¿Qué tal si nos damos a la tarea, siguiendo a Diógenes, en la antigua Grecia, si en medio de tanta oscuridad encontramos candidatos presidenciales con altas calidades virtuosas, siendo una de ellas la honestidad y el arte gobernar para el pueblo? Esa sería la pregunta de una entrevista abierta que habría que hacerles

  2. Al parecer filósofos, pensadores de la antigüedad que aún permanecen como referentes en distintos ámbitos sobre el análisis del comportamiento humano y en la academia, han reflejado una visión de ese libro que todo lo atesora y que está más vigente que nunca, La Biblia.
    En mi análisis sobre el comportamiento humano, sobre los fenómenos naturales, leyes físicas o filosóficas, temas recurrentes que se han escritos llenando tantas cuartillas, donde hay distintos enfoques y que pueden tener una idea central común, pero que reflejan el pensamiento de un sector de la sociedad, no definen de una manera general lo que la palabra de Dios expresa para todo ser humano es un mensaje tan diáfano y sencillo que está al alcance de todo entendimiento.
    En términos más humanos, la virtud es lo que nos permite:
    • Ser justos cuando podríamos ser egoístas.
    • Ser pacientes cuando todo nos empuja a reaccionar.
    • Ser honestos cuando mentir sería más fácil.
    • Ser generosos cuando el mundo nos enseña a acumular.
    Y en contextos como el que tenemos y padecemos —donde se reflexiona sobre la violencia social, la educación, la justicia— la virtud se vuelve una brújula ética. No es perfección, sino coherencia entre lo que creemos y lo que hacemos.

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