La bola de trapo: ¿realidad o ficción?

Wensel Valegas

Andábamos por las calles de la Soledad antigua, éramos una banda de soñadores ansiosos por demostrar la supremacía. No era una banda musical, tampoco era una banda de delincuentes buscando incautos. Simplemente una banda de niños y adolescentes desafiando a otros barrios en el juego de la bola de trapo. Salíamos desde la mañana a recorrer las calles de los barrios aledaños buscando rivales, acordando una cita para el domingo, o para la semana siguiente. Ese pacto por los juegos en presente, o acordados a futuro se hacían dentro de la mamadera de gallo, pero el compromiso adquirido estaba imbuido por la seriedad profunda de un acuerdo responsable. No había reglas impuestas, además, la espontaneidad del conversar, los alardes de las habilidades, eran parte del goce de la oralidad, de la antesala de los grandes encuentros de ese juego autóctono y tradicional que tantas huellas nos dejó en los diferentes itinerarios de una época que jamás volverá. Los equipos conformados en los distintos barrios se autodenominaban líneas; era frecuente decir: “Prepárate que mañana vamos a llevar una línea…”. O si nos veíamos por la plaza, el saludo frecuente era escuchar: “Hey, ¿cuándo nos traen una línea?

El gran hacedor de bolas de trapo, El loco Ahumada, vendía las esféricas de trapo, también enseñaba cómo hacerlas. Solo bastaba un amasijo de lana, hilo, medias veladas y forradas con tela de colchón, que se cosían en capas alrededor de la pelota. La bola de trapo era consistente, bien prensada. A medida que crecía el entusiasmo, las líneas o equipos conformados en los barrios se volvían autosuficientes y construían sus propias pelotas bajo la mirada crítica del loco, que iba dando su aprobación. No había ningún tipo de limitación, el material usado era desechable. Mientras Ahumada lo recogía en los basureros del municipio, nosotros lo sacábamos de los retazos de tela de colchón y medias veladas esparcidos por las habitaciones de nuestras casas, sin importar los regaños de los adultos.

Los barrios amantes de la bola de trapo estaban comprendidos en el perímetro entre la Casa Azul, al final del municipio hasta La Virgencita, en la vía al aeropuerto viejo; y desde los barrios Centro y Siete de Agosto hasta la calle 30. Entre los barrios que se hicieron famosos por esa época estaban: La María, La Emisora, Oriental, Cachimbero, Matadero, Ferrocarril, Centro, Siete de Agosto, San Antonio, Cruz de Mayo. Las líneas o equipos la conformaban jugadores nativos de los barrios, del municipio, en general. Sobresalían algunos que exhibían sus habilidades técnicas con la bola de trapo y con balón de cuero. Ángel Santiago, alias Tanana; Antonio Freile, conocido como Gamboa (Q.P.D); Bonifacio Martínez, Sapito Martínez y Luis Villarreal, que estuvieron en el fútbol profesional; Rafael Villarreal, el Mello; Iván Barceló, Selección Atlántico; Abimael Cera, Leonardo Freile, Tico Fábregas, Atenógenes Niebles, Freddy Barceló (Q.P.D); Santander Rúa, que repartía su tiempo entre el trabajo de carnicero y los juegos de bola de trapo. Los demás queríamos ser como ellos, alegres en el juego; agresivos y corajudos en calles extrañas, jugando de visitantes. Las líneas tenían famas, eran reconocidas por sus jugadores talentosos, agresivos, fuertes y belicoso durante el calor del juego.

Las calles anchas y arenosas eran calles lentas, por ellas transitaban los burros de carga y “carros de mulas”, y algún esporádico automóvil. Las puertas de las casas vecinas eran las graderías donde la gente se sentaba a ver los partidos; las ventanas de madera se abrían de par en par y los moradores veían los encuentros llenos de emoción, como si estuviesen en palcos de primera clase.

Se jugaba por el placer de jugar, de demostrar habilidades en la calle propia o fuera de ella; era un juego autóctono de la costa, del municipio, de los barrios, donde cada línea o equipo exhibía el AGON, espíritu de competición, del cual nos habla Roger Caillois, en Los juegos y los hombres. Existía un respeto mutuo entre los equipos, nos guiaba la prudencia y el silencio, roto en el estallido del juego. La competencia se expresaba en la calle como escenario de juego; en los aplausos e insultos de las barras. Pero también se asumía la derrota con dignidad: la rabia y la frustración quedaban en ese maracaná de la época, improvisado y callejero; la alegría y el goce de la victoria se iban con el equipo ganador. “Fresco, hermano, la próxima semana nos dan la revancha”, decían los perdedores. Y la línea ganadora proseguía sus itinerarios de juegos pendientes, cumpliendo las citas de un cronograma que estaba en la cabeza de todos. Antes de salir a jugar de visitante, siempre se averiguaba por el orden de los compromisos; nunca se contemplaba la derrota, aun así, en el ánimo de todos se sabía que una pérdida no nos detendría para cumplir con nuestro periplo.

Pero, ¿cómo escogíamos la línea o equipo? Los partidos de bola de trapo duraban horas y horas cuando se jugaba en el propio barrio con el propósito de definir el equipo que nos representaría en los encuentros de visitantes; este ejercicio era la prueba para acatar errores y aceptar designaciones sin la envidia de nadie. Muchos eran los comentarios que se suscitaban si alguien quería jugar, se analizaban los pros y los contras. Casi siempre había objeciones hacia los líderes de las líneas, sin embargo, la sabiduría y experiencia demostrada terminaba por aceptarse. “Cuando pierdas el miedo y dejes de estar cagado, jugarás”, le decían a algún jugador talentoso, cuyo nerviosismo era demasiado visible en las calles estrechas de algunos barrios, que se comparaban con la Bombonera del Boca Juniors donde el calor de la afición hacía temblar a cualquiera.

La ausencia de televisión – y lo aburrida que era en blanco y negro – y la falta de una biblioteca, que durante el tiempo de la infancia y la adolescencia siempre ofrecía los mismos libros, nos empujaba más hacia ese mundo de emociones que nos prometía la bola de trapo. Cómo olvidar aquellas travesías buscando con quién jugar. Todo ese momento era descomplicado: bastaba con arremangarse los pantalones, quitarse los zapatos para jugar descalzo, o usar unos tenis croydon de lona, que permitían tener las mismas sensaciones del pie desnudo. La indumentaria no era tan necesaria como sí lo eran la actitud y disposición; tampoco había dinero para el uso de pantalonetas y camisetas.

Cercenando los espacios de juego de las calles arenosas. Desde ese día, después que nos invadió el cemento, que se nos castró la alegría de la bola de trapo, y se nos coartaron los sueños y las correrías sabatinas y dominicales, llegó el sedentarismo con su séquito de civilización: la televisión, las enfermedades, los problemas de salud mental, las rutas urbanas, el estrés, las drogas.

Los juegos de bola de trapo tuvieron siempre la censura de vecinos – aunque eran pocos –  a los cuales le molestaban los pelotazos en las paredes, techos y ventanas. Con frecuencias las bolas caían en los patios de estas personas que las devolvían cruzando por los aires, acuchilladas y cortadas en mil pedazos; también llamaban a la policía que nos perseguía por nuestro divertimento. Estos comportamientos exagerados de los vecinos muchas vetaban nuestra condición localista y la posibilidad de impedir que otras calles invitadas trajeran sus líneas. Estos vecinos furiosos nos advertían: “Bola que caiga, no la devuelvo”, sin embargo, algunos terminaban devolviendo la pelota, y otros la devolvían hecha pedazos.

Un día los gobiernos locales taparon la arena de las calles con cemento; las volvieron rápidas y ruidosas, facilitando el paso de vehículos. La pavimentación se extendió por las treinta calles y carreras hasta proliferar en las primeras urbanizaciones. La exquisitez de la Soledad antigua se fue perdiendo a medida que se extinguían las calles como escenarios lúdicos y con ello el placer de jugar descalzos, de sentir la tierra cálida bajo los pies, de andar con los pies desnudos para pisar la bola de trapo, pegarle con el empeine, hacer un taquito desequilibrador, una bajada de pecho y un disparo a gol a la portería enmarcada entre dos ladrillos, o dos maletines, que hacían las veces de una portería ficticia. No había mallas que se inflaran, tampoco se hablaba de los tres palos, pero cada calle donde jugábamos era nuestro Maracaná, la Bombonera candente, o incluso, el viejo Romelio Martínez. Allí aprendimos a hacer una pared, un dos – uno; nos sentíamos como los brasileros Garrincha, Cuarentinha, Escurinho, Pelé, o como los soledeños Ovidio Moreno, Félix Martínez, Pocholo Herrera, La Muñeca Donado, Arturo Segovia. Se puede pensar que esto es una mentira, pero la realidad del juego ayudó a hacer una catarsis liberadora a través de la ficción que vivíamos los fines de semana.

En el barrio, Centro de Soledad, cerca al Palacio Municipal, donde estaba el cuartel de policía, andábamos con la paranoia de huir de los agentes porque a los jugadores – de bola de trapo y no sólo los de carta, siglo y dominó – se nos perseguía porque a algunos vecinos nos denunciaban como flojos y holgazanes. Mientras los griegos resaltaban la dignidad del ocio y el derecho a estar ocioso, en nuestra Soledad antigua, se nos correteaba porque estábamos ociosos y “el ocio es la madre de todos los vicios”, escuchábamos a los viejos en el marco de su sabiduría popular.

No hacíamos nada que fuera en contra de la moral, sólo jugábamos con alegría plena en un municipio que nos dejó el sabor amargo de la derrota, cercenando los espacios de juego de las calles arenosas. Desde ese día, después que nos invadió el cemento, que se nos castró la alegría de la bola de trapo, y se nos coartaron los sueños y las correrías sabatinas y dominicales, llegó el sedentarismo con su séquito de civilización: la televisión, las enfermedades, los problemas de salud mental, las rutas urbanas, el estrés, las drogas.

Años después reflexionó sobre la esencia de lo lúdico de la “Bola de trapo”. Éramos nómadas, seguidos por niños que querían pertenecer al grupo y de jóvenes atraídos por la magia del juego. Ese momento de la historia fue parte de la cultura del municipio; era una manera de expresarnos donde no nos detenían las imposiciones del Homo Sapiens que habitaba en la autoridad del adulto y tampoco las de ese Homo Faber acusándonos de ociosos. Desde la perspectiva de Huizinga, el juego social de la bola de trapo siempre estuvo enriquecido por los acuerdos, por las tensiones vividas en cada encuentro, por la alegría de los espectadores que aplaudían y reían mientras los demás jugaban.

En pequeños grupos nos apropiábamos del tiempo libre, siempre ansiábamos el encuentro soñado, pensado y, ¿por qué no?, la revancha, o la afirmación de la supremacía. Así en forma espontánea se fue creando una cultura del juego, era una respuesta a la defensa de la informalidad en el escenario de la calle. Viendo a los mayores aprendíamos a jugar, a entusiasmarnos, a comportarnos como usuarios del juego, evitando negarlo, como bien trataban de hacerlo los adultos. Nadie nos imponía jugar, era nuestra propia decisión; surgía la espontaneidad de vivir la libertad y reglamentarla en forma consensuada, primero en el barrio, después con las líneas de los otros barrios. Éramos aventureros recorriendo las calles arenosas y lúdicas del municipio; nos hermanaba la incertidumbre, pero siempre ante la esperanza de encontrar algo novedoso, incluso, desconocido; por nuestras mentes jamás se cruzaba la derrota, sabíamos cuál era el camino a la victoria y si alguna vez perdíamos reconocíamos el éxito del fracaso porque sabíamos que era consubstancial a la odisea del juego.

En la escuela estaba la autoridad del maestro, y en la casa, la de los padres; en ambos escenarios la autoridad podía concebirse como aguafiestas, intentando deshacer y opacar la magia del juego. La calle como escenario de juego era tomada y vivida a plenitud.

El juego de la bola de trapo continúa intacto en las imágenes llenas de nostalgia, atesoradas tradicionalmente para conservarlas a través de los recuerdos que circulan por la memoria. Se transmiten la pasión, la alegría; las reglas ajustadas a las situaciones, al consenso deliberado de manera obstinada. Cuánto añoro ese viaje por los recovecos del pasado; la mente fluyendo en forma deliberada e imparable, y uno sucumbiendo ante la intensidad de las evocaciones con la duda si alguna vez aquello vivido fue una realidad o solo ficción.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *