Hacia una poética del deporte

Wensel Valegas

El deporte, escenario que atrae y reta a los que transitan por su interior. A los que se entusiasman por sus características de desafíos y acogidas sociales prometidas en el vértigo de las relaciones, en las interacciones que apegan y desapegan con el pretexto de la victoria o la derrota. En el deporte se esconde la promesa de una espera ansiosa, donde se forja y exhibe el espíritu agonista de los contrincantes, también se muestra la pasión en el clímax del juego a través del esfuerzo persistente, sin desfallecer, como le sucede a Sísifo, enfurecido con los dioses y empujando la piedra que cede y se resiste a su fuerza en un ejercicio eterno y absurdo a la vez.

Día a día hombres y mujeres, desde niños, transitan hacia el deporte, descubren en los desplazamientos una manera de acercarse a él, tales como caminar, correr; ponen a prueba el centro de gravedad durante el equilibrio dinámico de un salto que busca la libertad, y el sueño de patear un balón con forma de planeta; en las manipulaciones de tocar, lanzando y recibiendo el mundo, aferrándose a él. Con el tiempo aprende a usar una pelota, grande o pequeña, con las manos y los pies, le nace la ambición de explorar y toma un bate y se concentra en la línea recta o la curva del lanzamiento, o se le da por tomar una manilla y atrapa el batazo o el lanzamiento, con la mirada fija en la trayectoria de la pelota surcando el espacio. O termina dándole preferencia al sencillo gesto de hundir los pies en la bota de los patines y sentir el vértigo en la pista y la conciencia mientras el cuerpo raudo le ofrece el pecho a la brisa inusitada.

Otras veces, se escoge un deporte individual, o uno colectivo. En el individual, el esfuerzo es de uno mismo, es propio, nunca nadie nos llevará la contraria de lo que hay qué hacer; se aprenderá por sí mismo que la suerte no existe, que te basta solo con el esfuerzo suficiente para ascender en la curva de rendimiento, que Dios no tiene que ver nada con el éxito y los logros alcanzados, sólo es suficiente creer en él, lo demás corre por nuestra cuenta. En cambio, en el colectivo, la responsabilidad es compartida, sea una pareja de resistentes tenistas, o cinco volibolistas, u once agresivos futbolistas; el triunfo se festeja con champaña. En el equipo, los esfuerzos se dosifican y se atenúan, se remplazan como las células musculares al contraerse, que alternan su fatiga y su descanso; la actuación propia depende de los demás, y si alguien descuella está obligado a repartir el triunfo y sus proezas; se comparten propósitos; las alegrías son unánimes, y las derrotas también, sin embargo, todos se animan, sacan lo mejor de sí, conscientes que el deporte es una metáfora de la vida, donde se gana, se pierde y también se empata.

Y si se quiere ser centauro debe estarse en disposición de enlazar la empatía del animal con la del rol de jinete; habrá que sostener largas conversaciones ante la mirada inaudita del caballo que observa a su jinete, fingiendo que lo escucha; se tocará el pelaje sudoroso después de haberlo montado y se sentirá que su humedad es la misma que sale de la piel de quien lo monta. Entonces se montará a diario para que se acostumbre que una parte de él desaparezca y la ocupes tú, como un centauro en cuerpo y alma, conjugado en la sangre caliente del cuadrúpedo, que instintivamente en un acto mecánico rompe el viento con su velocidad de purasangre y la belleza automatizada de su técnica, evitando los obstáculos. Al final, los honores se repartirán equitativamente, equino fantástico y diestro jinete. Sin embargo, en la retina del público el premio se lo lleva la ostentada estética del centauro, su porte, su estilo; hombre y caballo no están diferenciados, puede más la evocación mitológica comprobada que la discriminación parcial de la realidad.

En el deporte se encuentran los competidores, cada uno con su propio agon y afán de ganar, dosificados de acuerdo a la intensidad y pasión por el deporte, de los rivales mismos, que exhiben la supremacía en su historial de retos y de éxitos, en el largo camino liberado de obstáculos, en las curvas y diagramas estadísticos del rendimiento deportivo, sea individual o grupal. Y cuando la competencia exige una ética y principios morales surge la agresividad lúdica – concepto descrito por Eric Fromm en El corazón del Hombre –, ese deseo de ganar exigiéndose, de sobreponerse ante los demás, de reconocer la grandeza de competidores porque permiten el máximo de autoeficacia y fuerza interior acrecentada con el paso de los años. No existe el menor deseo de atentar contra la integridad del otro, de destruirlo; sólo queda la súplica a los dioses, levantando la mirada, y dar gracias por los excelentes rivales. Si el rival tiene los atributos para estar a la altura, el éxito es más loable; sólo entonces habría que reconocer el mérito propio y continuar desconfiando de la buena suerte. Eso nos deja experimentar el deporte y transferirlo a la existencia cotidiana como un aprendizaje de exigencia porque en las hazañas y proezas de la vida, como deporte individual, siempre estaremos solos. Los que compiten, esos que fueron rivales durante la competición, terminado el juego, se reconocen, se respetan, se admiran y se abrazan; en ese instante de lo humano, en medio del brindis, se resaltan la amistad y las conversaciones convincentes de que sólo en la guerra se mata por deporte. El festejo de lo lúdico celebrado con agasajos, premios y brindis es irrepetible, porque no es lo mismo la vida en tiempo de paz que la misma en tiempo de guerra.

Dios no tiene que ver nada con el éxito y los logros alcanzados, sólo es suficiente creer en él, lo demás corre por nuestra cuenta.

… Las alegrías son unánimes, y las derrotas también, sin embargo, todos se animan, sacan lo mejor de sí, conscientes que el deporte es una metáfora de la vida, donde se gana, se pierde y también se empata.

Aunque el deporte, en manos de los hombres, haya cerrado sus puertas a las personas con algunas limitaciones físicas, de parálisis cerebral, o los que padecen una sordera, a los deficientes cognitivos, que les ha faltado la puntuación mínima para dar el salto a la normalidad, a los invidentes por accidente, o por nacimiento, hoy la tecnología con sus recursos les ayuda a experimentar el valor y la emoción de ser humano a través de las emociones del deporte. De ser incluidos, y dejar de ser espectadores hasta desatar las ansias de ejercitar sin inhibiciones los diferentes tipos de juego, según Caillois, en Los Juegos y los hombres, y propios de la naturaleza del deporte, que tienen que ver con los actos de mimicry inherentes al deporte, a través de los audiovisuales, que intentan emular y motivan a copiarse con el ejemplo; superar las situaciones de alea y retomar el esfuerzo resiliente, congraciándose con la vida sin pensar en la suerte y animándose  a emprender un camino y un destino, donde cada uno es su propio Odiseo; asumir desde la corporeidad el ilinx, que el cuerpo experimenta en el vértigo de cada giro acrobático del nadador, en el salto mortal, surgiendo esplendoroso de una secuencia gimnástica, o una carrera en la pista de patinaje desafiando las fuerzas centrípetas y centrifugas a través de un cuerpo que estabiliza y mantiene la serenidad del vértigo. Al final, este hombre o mujer incapacitados por la sociedad castradora también posee una fuerza que lo hace diferente, su espíritu agonístico, ese vector – deseo, mimetizado en la competición, el agon, del que tanto se ufanaban los griegos en la antigüedad durante la época homérica.

Por lo general, se incursiona en el deporte desde el juego, a pesar de eso el itinerario es incompleto; de pronto en sus etapas iniciales gozamos el sentido lúdico del deporte en el territorio del juego, aprendiendo las técnicas, dominándolas, enorgullecidos del sentido de autoeficacia y pavoneándonos como los mejores, hinchando el pecho en un acto de inmadurez. Apenas somos seres que jugamos, reímos y lloramos en la emoción, sin saber qué nos depara el deporte elegido, por lo general, escogido por los padres desde muy niños. Aun así, transitamos por la infancia dejando que los demás respondan las preguntas que se hacen: ¿Es realmente este el deporte que quiero para mí?, ¿juego este deporte porque gusta a mis padres, o porque soy talentoso? Cuando se es niño no se es consciente de las exigencias que le esperan en ese deporte, pero hay un día que despierta, recordando el pasado con nostalgia, y preguntándose: ¿dónde quedó el to play de este deporte, que fue remplazado por el game? Después de eso, lo afrontamos como una batalla, o desertamos en búsqueda del sentido más expresivo de la infancia de un jugar porque sí, sin ningún tipo de teleología.

El deporte es majestuoso ante las multitudes sedentarias y espectadoras en las gradas, escuchando o viendo el agon exhibido de los competidores que intentan usufructuar mutuamente la fama del rival y darle relevancia al triunfo e hincarse de rodilla para ser noticia en la aldea global. ¿Qué tal si la multitud que llena las gradas de un estadio deportivo, observa una pista atlética, de patinaje, los carriles donde compiten los nadadores, o se deleita en el tour de Francia, juega su deporte preferido, ante escasos espectadores, once, nueve, cinco, dos, uno? ¿Cuál sería ese deporte? Parecería un absurdo, quizás.

La historia del deporte está llena de hazañas y ejemplos. Muchas veces los designios sucumben ante la proeza y el espíritu agonístico de los hombres. En Los trabajos de Hércules, este es un atleta que sirve de experimento a los dioses, sobre todo a su madrastra Heras, quien usó una serie de artimañas desde que el héroe nace hasta incriminarlo, haciéndolo enloquecer y cometer un crimen. Sin embargo, Hércules no se arredra, reconoce su falta y le pregunta a Apolo, qué hacer para obtener el perdón. Apolo le dice que debe ir a Micenas y hablar con su rey, Euristeo. Este le asigna una serie de trabajos que debe cumplir el héroe. El héroe se enfrenta a leones, serpientes, perros, ciervos, toros, jabalíes y yeguas, que tenían aterrado al reino. Al final, Hércules, queda libre y obtiene el perdón.

A la fuerza natural del héroe se suman los regalos de los dioses: la espada de Hermes, el arco y la flecha de Apolo, la coraza dorada de Hefesto, la túnica de Atenea y los caballos de Poseidón. Con esos recursos, el héroe superó los obstáculos del Rey Euristeo. En su condición de humano, Hércules es valiente y también temeroso; pero pudo más su sentido de autoeficacia y la convicción de lo que podía lograr. Cada trabajo fue una competición, cada desafío estuvo lleno de temores e incertidumbres, pero la meta que siempre estuvo en su mente fue libertad y perdón, y en esa dirección se enfocó su actuación.

Al final, la grandeza de sus aventuras le permitió un sitio de honor en el templo de los dioses, al lado de Zeus, su padre. Para los dioses era muy fácil la función de marionetista, sin embargo, las proezas del héroe, o deportista, exaltan la grandeza de lo humano, de su mortalidad, de elevarlo, al final, a la categoría de mito, y ¿por qué no, de Dios?

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