Fragmentos de angustia y nostalgia

Wensel Valegas

1.

He viajado desde una América calurosa hasta un invierno incisivo con su viento filoso. El avión voló sobre el Atlántico y el Pacífico por más de 20 horas. Ascendió a las alturas, dejando atrás el calor fogoso del Caribe y se adentró en un invierno deprimente, poco amigable en Estados Unidos, pero más melancólico en Europa, donde el cielo siempre es gris. El frío cumple su trabajo, metiéndose en nuestros cuerpos mientras el sol se opaca en el camino, y el largo itinerario nos conduce hacia una frialdad austera, llena de melancolía.

Las calles polvorosas y soleadas del caribe se quedaron en la memoria, mientras avanzamos por derroteros donde el invierno lo impacta a uno en la medula de los huesos. Después de veinte horas de vuelo el calor del Caribe se mantiene aún mientras que el invierno paciente extiende con mesura sus brazos fríos y filosos a la vez.

Me siento con Zacarías en las mañanas, justo frente a la ventana. Se volvió un ritual cotidiano abrirla y contemplar un árbol sin hojas ni flores, testimonio de un otoño austero e implacable, desde el comienzo del invierno. Abrimos la ventana y el árbol nos saluda con su esqueleto vivo y movimientos tenues que la brisa suave y breve le produce. Después llega el pájaro diario, desconocido, y se coloca exactamente en el mismo lado de todos los días, una rama más arriba o, una rama más abajo. Luce con orgullo su pecho blanco que sobresale de su plumaje gris oscuro, aunque a veces es difícil saber con exactitud su color ya que la oscuridad de los amaneceres invernales apenas muestra una pobre claridad a eso de las diez de la mañana. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, el niño y yo nos sentamos justo cuando la noche en una larga y lenta agonía se resiste a la claridad del día, que intenta imponerse con cierta timidez.

  • ¿Cómo se llama ese pájaro, abuelo? – Pregunta el niño, mirando asombrado el equilibrio inestable del pájaro sobre la rama.

Le escucho y dejo que su pregunta se quede sin respuesta, sin ninguna explicación.

  • ¿De dónde vendrá y por qué todas las mañanas se para en la misma rama? – Continua con sus preguntas, mientras el pájaro reflexivo y extasiado juega con la gravedad en medio del frío y el silencio. Sobre la rama pelada, en un suave sube y baja, el pájaro se goza el ritmo que la brisa trasmite al árbol esquelético.

Otro día, Zacarías, con su espíritu acucioso interroga: ¿Qué pensará ese pájaro, acaso es macho o hembra? Sus preguntas brotan espontáneamente en medio del invierno duro y frío, sin embargo, el pájaro con la disciplina que le dan sus instintos persiste todo el tiempo que se le antoja; un tiempo que nunca le hemos medido porque Zacarías y yo no nos cansamos de contemplarlo.

  • Abuelo, ¿por qué nunca contestas mis preguntas? – pregunta Zacarías con un aire de cierta criticidad enmarcada en su seriedad infantil.

Lo miro mientras mira el pájaro columpiándose en la rama seca del árbol esquelético. Sin mirarme, extasiado ante el instante del goce animal, me aprieta la mano con las suyas diminutas.

– Algún día -Le digo- encontrarás por ti mismo cada respuesta. ¿Acaso no eres feliz viendo este momento a diario?

-Sí, abuelo, soy feliz- dice Zacarías mientras observa como el pájaro alza el vuelo después de sus cotidianas preguntas y el árbol nos ofrece su escueta tristeza invernal después de cada visita.

Es domingo. La tristeza del otoño cedió a los incisivos y lacerantes días de invierno. La nieve alocada cae de arriba – abajo, describiendo círculos vertiginosos, trazando trayectorias que chocan con las puertas de las casas o cayendo sobre los techos de las mismas hasta dejarlos cubiertos de una blancura sólida. En lo alto, el cielo muestra su color, debatiéndose entre el blanco y el gris. Los árboles exhiben su intimidad desnuda, sin hojas, ni frutos.

Decidimos desafiar el invierno y caminar sobre la blandura de la nieve que cubre el asfalto de las calles y avenidas. De vez en cuando, la mayoría de las veces, la nieve se estrella contra nosotros, nos golpea la cara, el pecho, nuestras ropas se llenan de una blancura impecable que contrasta con el oscuro de la ropa que llevamos. Delante de nosotros, Isaac juega con la nieve. Ejercita sus pasos hundiéndolos en la nieve, salta y juega dejando huellas en un camino que se inventa, persigue la nieve que cae en partículas diminutas sobre nuestros rostros. Se agacha, toma un puñado de nieve y lo lanza contra nosotros en un juego reiterativo que ha descubierto de pronto. Su padre y yo le seguimos el juego, le devolvemos bolas de nieve que se disuelven y se esparcen en su trayectoria antes de chocar con su cuerpo ágil.

He venido a verte no para saber si me has olvidado, sino para estar al tanto de lo qué haces, cómo lo haces, si ha valido la pena el exilio voluntario, si eres feliz o no. No he venido a interrogarte, tampoco he traído conmigo la posibilidad del reclamo; sólo he venido a conversar contigo y dejar que las palabras fluyan recordando el pasado, pero anclados en el encanto del presente y continuar con el desafío a futuro. No hay en mí, ni en tu madre, el menor deseo de juzgar y hacer reproches inútiles. 

La felicidad de Isaac es mágica, su alegría contagia este instante que acontece. El juego permite vernos como iguales, todo se invierte, la risa es el derrotero donde nos encontramos, la alegría que nos embarga permite que tres generaciones se encuentren. Por un momento, el calor de la felicidad que nos sucede nos hace olvidar el calor y la lejanía del Caribe. Isaac, no deja de jugar con la nieve, sigue adelante como si quisiera abrazar el mundo que tiene ante sí. De su cuerpo abrigado brota la risa, el vigor, la energía de niño incansable; su rostro moreno exhibe las mejillas rosadas. Nos tocan sus manos congeladas. Continuamos caminando bajo este frío invernal, el calor del encuentro es el mejor abrigo para mitigarlo.

4.

Hablamos de las cosas que cada uno sabe, pero que deseamos compartir con el otro. Él habla de su trabajo, la soledad, la familia que ha construido muy lejos del caribe, de la diversidad cultural que lo envuelve, del exilio voluntario que le ha tocado vivir. Sigue hablando del país que lo acoge y le facilita lo que un día soñó, no duda en afirmar, “nadie es profeta en su tierra”. Le escucho y siento por momento que es feliz y eso es lo que cuenta, no importa la orfandad que nos dejó su ausencia y sus sueños, ¿acaso como padres no somos conscientes que los hijos un día deben partir? Su madre y yo lo sabemos, y duele, pero es una condición necesaria. Si alguna vez hubo angustias por separarse de sus padres, la nueva familia que tiene le permite superarlas. Le hablo de la soledad que no deja de rondarnos a su mamá y a mí, del país en que vivimos y que tanto nos encanta a pesar de las pobrezas agudizadas, la paz inconclusa azotada por nuevas guerras en el marco de ideologías y conveniencias, la fiebre por el poder y el control que se quiere tener sobre nuestras vidas sin importar que día a día las desigualdades son más evidentes.

5.

“He venido a verte no para saber si me has olvidado, sino para estar al tanto de lo qué haces, cómo lo haces, si ha valido la pena el exilio voluntario, si eres feliz o no. No he venido a interrogarte, tampoco he traído conmigo la posibilidad del reclamo; sólo he venido a conversar contigo y dejar que las palabras fluyan recordando el pasado, pero anclados en el encanto del presente y continuar con el desafío a futuro. No hay en mí, ni en tu madre, el menor deseo de juzgar y hacer reproches inútiles. No critico tu amor a este país que te ha brindado todo. Estoy seguro, aunque no lo expresas, que sufres porque sigues amando tu país, porque si hay algo que te he admirado siempre es como afrontas lo que te ha sucedido. ¿Acaso no soñaste con esto que vives ahora? He viajado hasta tus sueños porque alguna vez te alenté a tenerlos, a esforzarte por conseguirlos; estuvimos juntos en esto, tú, con tus dudas, y yo, soltando las amarras como un mero espectador, viéndote partir a la odisea de tu vida, sin inmiscuirme en esto que has forjado. Hace tanto tiempo que no vivimos juntos y, pensándolo bien, más de la mitad de la vida que llevas has estado solo con tu obsesión, tu persistencia, intentando destejer tus sueños y que hayan dejado de ser una utopía para ti. Solo quiero que sepas que he venido a verte porque tu madre y yo sentimos que esta soledad que nos ahoga y angustia, que nos duele un poco cada día, por estos días duele menos, siendo más bien un poco cicatriz”.

6.

El fuego comienza su labor tímidamente. Las manos atizan el fuego en las brasas de carbón. El fuego se toma confianza y sus lengüetas al rojo vivo tratan de subir por el ducto que va de la chimenea al techo queriendo escapar. El fuego en su caluroso itinerario abraza progresivamente la madera que está dispuesta a dar la vida; sobre la muerte, la vida y sobre la vida el calor haciéndose humano, llegando hasta nosotros reunidos alrededor de la chimenea. El calor nos anima a estar juntos y así van sucediéndose las palabras, los gestos, la risa, en una casa cualquiera bajo este invierno implacable que ronda la casa: no se cansa de tocar las paredes de la casa con su ululante viento, otras veces merodea por el techo con sus pasos ligeros y sigilosos, conserva su voz de matices fuerte arremetiendo violento contra los vidrios de las ventanas. Con el paso de las horas, las llamas extinguen su alegría y se suman a las brasas calientes que descansan intensas en el piso de la chimenea. En un estertor de vida y muerte, las llamas aparecen y desaparecen consumiendo al máximo la energía contenida en la madera.

Finalmente, el fuego apagándose se reduce a un montón de brasas calientes de las que emana el calor suficiente para todos en esta noche de invierno. De vez en cuando la madera crepita y un halo de viento aparece por arriba para avivar el fuego. La agonía del fuego se atiza de nuevo por manos expertas que revuelven las brasas de candela tratando de sacar el último suspiro a este calor acogedor. El rojo vivo de las brasas sucumbe ante la ceniza caliente que titubea ante la indiferencia del invierno. Nos miramos. El calor se ha esparcido por toda la estancia., sin embargo, ahora todos a través de las palabras, la risa y los gestos continuamos atizando el fuego que nos sale del corazón.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *