Evocando a mamá

Wensel Valegas

A Delfina Matilde, mi madre:

 palabras justas y silencio firme.

Mi madre fue un caso único de superación, sin haber ido nunca a la escuela aprendió a leer y escribir por su cuenta. El mejor ejemplo fue su madre, mi abuela Josefa, que le insistía no arrodillarse ante nadie, “para la muestra un botón, mírame a mí, hombre flojo y maltratador no te servirá para un carajo”. En las noches tropicales, después del trabajo, siendo mi madre una niña, mi abuela, le contaba de su exilio y el largo camino recorrido, lejos de su familia, que la sometió a una discriminación injusta y obligándola al destierro por el color de su piel, ya que desdibujaba el buen nombre de su estirpe ante la sociedad, a comienzos del siglo XIX. Sus palabras desgarradoras y el llanto incontenible de la abuela, endurecieron el carácter de mi madre. “Este destierro fue mi muerte, pero haberte parido fue mi resurrección”, le decía la abuela, secándose las lágrimas. Muy serena le decía a mamá, que, como caso curioso, la gente al nacer le cortan el cordón umbilical, pero con el destierro no sucede igual, porque este se lleva en el alma, en la memoria; no hay espacio para el olvido en la vida, ni paz ni sosiego, desde el momento que una se marcha de la casa por las circunstancias que sea.

Pero la abuela era una mujer andariega, que llevaba consigo su rebeldía y disposición a no someterse ante nadie, especialmente ante los hombres. Abandonó al abuelo, tirano y déspota, que siempre soñó con tener una mujer que le sirviera, planchara y no fuera tan contestona. Antes de partir le advirtió al abuelo: “te dejo mi pelá y espero que me la cuides”. El abuelo la vio partir y no la volvió a ver nunca más. Mi madre quedó bajo su cuidado. La experiencia de vivir con el abuelo la afrontó, aprendiendo el intrincado mundo de los negocios, haciendo cuentas para hacer dinero y multiplicarlo con facilidad, “solo necesitas tener la cabeza fría y mucha inteligencia”, le recomendaba el abuelo, a diario, nos contaba. Después de cocinar y hacer el resto de tareas domésticas en casa, mi madre garabateaba los números del uno al diez, aprendió las letras del alfabeto, a unir en palabras silabas, vocales y consonantes; escribiendo, con cierta rudeza, trazos irregulares que la tía María, hermana del abuelo, le corregían, animándola a hacerlo mejor cada vez. Así fue que mamá guiada por su intuición de negociante se dedicó al préstamo de dinero con altos intereses. ¿Cómo consiguió el capital para el negocio? El abuelo le dio una especie de dote, exigiéndole su devolución sin intereses a largo plazo. Así lo hizo ante la incredulidad del viejo gruñón.

Mi madre recreaba su vida con sus anécdotas y se regocijaba sin rencor por la que le tocó vivir. Entendió la firme actitud de su madre al escapar de la tiranía del abuelo, con su obsesión machista, que siempre la cantaleteaba, indisponiéndola contra ella, comprendiéndolo y dejándose llevar por un sexto sentido que la guiaba para quererlo y respetarlo. Jamás salió una queja y un reclamo en contra de su madre, tampoco criticó al abuelo su vida de usurero malgeniado. La persistencia de la madre para que no desfalleciera y la visión de negocio del padre, la llevaron a concluir que los discursos del mundo estaban lejos de la realidad, y a ella le tocaría afrontarlo por sí misma sin esperar ayuda de nadie. Ese fue el legado de mis padres, nos decía, a pesar que convivieron poco tiempo y nunca se encontraron como pareja: el tiempo – de eso estuvo convencida siempre –, le permitió reconocer con lucidez que ella fue el producto de un acuerdo amoroso en un instante de sinceridad.

Pero esos fragmentos de su vida que tejimos desde muy niños, de los que fuimos testigos presenciales permitieron entender sus manías y obsesiones, entre las que se encontraban el amor al trabajo, su afición por el ahorro, “porque uno nunca sabe”, reiteraba en todo momento y, su preocupación por el futuro. Sin doblegar su espíritu rebelde, heredado de la abuela, encontró el amor en los brazos de papá y el equilibrio entre sus rasgos de tristezas y la actitud alegre de mi padre, acontecimiento que le permitió una sedentaria estabilidad familiar.

Interiorizó en su conciencia la costumbre de levantarse en las madrugadas y partir hacia el mercado de Soledad, donde tenía su propio negocio. Como una sombra, vigilante y atento, papá estaba a su lado. “El que madruga, Dios lo ayuda”, era el refrán que esgrimía como una bandera contra la gente perezosa y oportunista. Toda mi infancia, hasta el día que murió papá no se perdió una sola madrugada, fue incansable, sábados, domingos y festivos. Disfrutaba lo que hacía, pero más disfrutaba, burlándose de los bancos al guardar los ahorros diarios de las ganancias en potes de avena Quaker, donde la ayudaba a clasificar los billetes por denominación. En el cuarto, dentro del escaparate, guardaba el dinero, contándolo diariamente y anotando los saldos diarios, sonriendo sin que notara que la observaba. “Los bancos trabajan con tu plata, la prestan y la multiplican, son los mayores usureros de este mundo”, lo decía mirándome, mientras le acomodaba los tarros de dinero. Una vez me atreví a hablarle de la usura con que hacía los negocios; me miró largamente, con carácter y amor profundo, diciéndome con tierna suavidad: “estoy de acuerdo en que te duela el mundo y su gente, pero esas usuras son las que pagan tu universidad, gran pendejo. Desde ese día sentí el esfuerzo y la profundidad de su amor, admirándola porque ella nunca dejó de pensar en mi futuro y el de mis hermanos.

“A veces siento que la vida está hecha de recuerdos, que un día aparecen, y un mal día desaparecen, sin embargo, mi memoria no se cansa de buscarlos”, me decía, en la oscuridad dormida de la madrugada, al sorprenderla caminando con una vela encendida sobre un plato

Si el silencio había sido compañero de toda su vida, con la muerte de papá, se arraigó en su conciencia. Fue su cómplice en medio de las tristezas y las tribulaciones. Le quedó la costumbre de levantarse en las madrugadas y recorrer el silencio de la casa buscando el pasado, que se hacía difuso en su memoria. “A veces siento que la vida está hecha de recuerdos, que un día aparecen, y un mal día desaparecen, sin embargo, mi memoria no se cansa de buscarlos”, me decía, en la oscuridad dormida de la madrugada, al sorprenderla caminando con una vela encendida sobre un plato, como un ánima en pena. Después, en la mañana, sentada a la sombra del ciruelo, su mirada se extraviaba en la memoria perdida, buscando y rebuscando los recuerdos. Cuando sabía que la observaba, me decía desde su lejanía: “mi memoria se desborda”, y quedaba en un trance que la regresaba al pasado. “Veo que estás haciendo memoria, mamá”, le decía con el pretexto de conversar en medio del canto matinal de los pájaros. Volvía a mirarme, meditaba, pensaba las palabras: “la memoria no se hace, nos hace con los recuerdos y olvidos, eso no lo podemos controlar”, respondía desde un mundo que conocía a su antojo, hasta que de nuevo le llegaba el silencio.

Con la ausencia de papá, su silencio se volvió más intenso, sin embargo, la rabia de la soledad de la viudez y su rebeldía emergían, en medio del patio, desafiando a Dios y cuestionándolo; la ira y la frustración forjaron un sentimiento de renuncia a la vida, un continuo congraciarse con la aceptación de la muerte: cuando le sobrevenía la furia, se arrodillaba, en mitad del patio, ofreciendo su vida y mirando el cielo, retándolo, deseando descansar en paz, hasta que se le acababa el llanto. Pero cuando la nostalgia tocaba su espíritu se aferraba a la vida, tornándose locuaz, reuniéndonos a su alrededor y compartiendo los sentimientos de la experiencia perdida en torno a la muerte de papá, que era una pérdida de todos. Nos hablaba de la cicatriz en su alma, sintiendo la huella presente del padre ausente en su cuerpo todavía, doliéndole en los recuerdos; otras veces, la ausencia de dolor le procuraba el descanso a través del olvido, simplemente porque no era dueña de la memoria, que nos sorprende con sus ironías y recuerdos fugaces, asociados al pasado.

Recordar a mamá es encarnarla en su vehemencia hacia la vida a través del abrazo fuerte que cedió paso a la ternura con el tiempo; en la tierna dulzura, tranquila y apacible, que bebimos ansiosos de sus pechos, dando paso a la sabiduría; en la mirada insistente, bajo el marco del silencio, preguntando, inquiriendo, buscando respuestas. En el conteo íntimo del dinero ahorrado – donde era el único testigo sin saber por qué – que aseguraba el futuro de todos. Evoco su resiliente actitud como uno de sus mejores ejemplos, para que sus hijos le diéramos continuidad a su legado y pudiéramos peregrinar por el mundo. Todavía recuerdo una frase sabia muy reiterativa en ella: “Con la alegría de su padre sobrellevé las tristezas; en cambio,  su ausencia me dejó un terrible desamparo, pero ustedes me resucitaron de nuevo a la vida”, lo decía evocando las palabras de la abuela que nunca olvidó y la alegría de papá impregnadas en su ser, como dos presencias espectrales que rondaban su corazón, acompañándola para que la melancolía no hiciera estragos en su larga vida y descubriera que las ausencias son insustituibles, sin embargo, estamos obligados a aprender a vivir con la no presencia de los que partieron.

Su tema preferido era hablar de papá, después de su muerte, cuando se conocieron, de cómo se adentró en su silencio, invadiéndola con su alegría; como le irradiaba su entusiasmo y celebraba la vida cada instante. Se supo amada por su espontaneidad de hombre, por la sinceridad de su fidelidad hasta que la muerte los separara. La locuacidad de mamá era un buen ejercicio de memoria, fluyendo, como las aguas de un río, a través de la mesura de sus palabras: “aunque me contagiaba su alegría, no lograba entenderla; pero si comprendía sus escasos silencios, sus registros y su profundidad, sus pausas y acentos, distintos a cualquier persona”. “Cuando muramos, tendrán que enterrarnos juntos y en silencio”, nos dijo, que le decía a papá, en un acuerdo mutuo que sería la voluntad de ambos. Esa fue la frase que expiró en sus labios el día de su adiós definitivo. Los hermanos, en medio del llanto, a su alrededor, vimos impotente su partida, convertidos en los hombres y mujeres que ya éramos.  

2 thoughts on “Evocando a mamá

  1. Se siente el añoro y amor en tus palabras , me encanta la manera en que tus relatos me transportan a tus recuerdos.
    Mujer de firme corazón e infatigable ganas de sacarlos adelante te adoro delfi.

  2. Este magistral escrito rinde un muy buen homenaje a la madre, a la mujer, a las matronas de antaño, que dejaron su impronta en hijos y nietos. Un bello testimonio de lo que las actuales generaciones debido a la dinámica de los tiempos perdieron.

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