Caminantes

Wensel Valegas

Todas las mañanas se reúnen. No necesitan ponerse de acuerdo, simplemente se ha vuelto costumbre. Y si alguna se ausenta, saben por qué y la justifican sin juzgar, ni criticar, como debe ser entre amigas. Digo todas las mañanas, porque en mi caminata diaria las encuentro y aunque no siempre hacemos el mismo trayecto, ni llegamos a cruzamos siquiera. Pero hay días que caminan detrás de mí y escucho sus voces cercanas, que no asocio con ningún rostro, pero reconozco que hacen parte del grupo de las cuatro mujeres que a diario caminan.

Mientras caminan las escucho hablar de los padecimientos que las acongojan, pero escucharlas me mortifica, porque en las rutinarias coincidencias solo hablan de la enfermedad y la muerte – temas centrales – que las ronda, cercana o lejana. Caminar es el pretexto para apoyarse mutuamente y sentir que encuentran ecos entre ellas mismas.

  • Ajá, y ¿qué te dijo el médico? – interroga una voz, en medio de la brisa matinal de mayo que nos acompaña.

Se escuchan murmullos de respuestas, bajan la voz, intuyo que me señalan, porque creen que las escucho, aunque, en eso, no se equivocan. Simplemente las escucho y sus angustias hacen que la atención puesta en el verdor de los árboles, en la brisa leve y suave, anunciando la proximidad del Veranillo de San Juan, se disperse y me desconcentre.

Caminan rápido y me sobrepasan sin la cortesía de un saludo matinal. Parlotean abstraídas en la enfermedad de turno, en la que cada una padece, en la tragedia solitaria que viven, pero que se les hace necesario compartir. Sus cuerpos firmes aun, desmienten la edad, vestidas deportivamente con ropa ceñida, muestran el adiós de la efímera belleza. Se me antoja pensar que sus cuerpos claman por la vida y hablan por hablar, sin detenerse ante el paisaje del malecón y el río fluyendo hacia Bocas de Ceniza, empujado por la brisa constante.

  • A propósito, ¿cuál fue el diagnóstico de tu marido? – conversan y mantienen la prisa de la caminata, ocupando el estrecho camino. Percibo las voces de respuestas apagándose y los murmullos traídos por el viento.
  • Yo por eso tengo prepagada, ahí me atienden enseguida, sin tanta jodedera –, se ríen. De vez en cuando miran atrás, por si alguien las oye, pero enseguida desvío la mirada hacia una maría mulata, comiéndose los desperdicios esparcidos en una mesa de uno de los estaderos del malecón.  
  • A qué no adivinan, ¿quién murió? – una voz brota del grupo, anunciando la tragedia, y sospecho los corazones acelerados aún más con la noticia. Caminan bajo la inconciencia de palabras que duelen, de dolores ocultos; de sentirse escuchadas; de tener por lo menos el consuelo de una voz que las recibe con empatía y compasión.

Conocen al finado, mirándose entre sí, y también a la portadora de la noticia. Un perro las rebasa con su trotecito sostenido y se coloca delante, conoce el camino; no hay recelo en su andar, para él no hay pasado ni futuro, solo ese instante que comanda a la vanguardia; su trote es alegre y confiado, acostumbrado a la gente, a los caminantes que van y vienen. Nadie se cruza en su camino, ladra cuando es necesario, como si quisiera mantener su personalidad. Es un perro callejero, sin collar, andando sin sentido, guiado por el instinto hacia ninguna parte. Ensimismadas en sus dolores, las mujeres no observan el perro, no existe para ellas.

Agotadas por los años se han gozado la existencia a su manera, pero las ha marcado el sufrimiento incontenible que brota de sus voces en un unísono acuerdo. Han llorado y reído durante la caminata, se despiden y regresan a sus hogares, contradiciendo aquella idea de Henry Thoreau sobre la condición de ser caminantes, y preferir la comodidad de una vida abnegada a esposos e hijos.

  • ¡Cómo va a ser ¡Y, ¿cuándo fue?
  • No lo puedo creer
  • ¿Cuánto hace que estaba enfermo?
  • Imagino cómo estará su mujer, no es fácil la viudez con los pelaos tan pequeños. Díganmelo a mí.

Ahora las voces van adelante, a veces el viento las aclara y otras, se las lleva. Continúan su camino de asombro e incredulidad. En su caminata son una voz única que clama y se responde a sí misma. No veo los rostros de las mujeres y no creo recordarlos. Sé que sus palabras se confunden y se afianzan, extraviándose en la individualidad y remplazadas por la necesidad de acogerse, fundidas, al final, en el unísono espíritu de una sola voz que es la voz de todas. Han entendido en medio del palabrerío que no pueden vivir solas, que son frágiles, profesándose un sentimiento reciproco de afecto y agradecimiento, que las hace vivir en una sólida dependencia recíproca. Se necesitan.

Así son cada vez que nos cruzamos en el itinerario matinal sin que sea un encuentro buscado. Observo sus cuerpos desgastados, temiendo a los imprevistos que nunca faltan, o cuando menos se esperan; a su condición vulnerable de la que surgen los dolores del cuerpo con sus evidentes indicios, esos que claman con un goce masoquista. Agotadas por los años se han gozado la existencia a su manera, pero las ha marcado el sufrimiento incontenible que brota de sus voces en un unísono acuerdo. Han llorado y reído durante la caminata, se despiden y regresan a sus hogares, contradiciendo aquella idea de Henry Thoreau sobre la condición de ser caminantes, y preferir la comodidad de una vida abnegada a esposos e hijos. Sin embargo, sus cuerpos envejecidos muestran rasgos de una vanidad efímera que persiste en una obsesiva ilusión por la vida. Se despiden con la esperanza de un nuevo encuentro, de un ligero hasta luego, nos vemos mañana, incluso, el simple silencio y la mirada son señales que hablan del regreso. Les cuesta desprenderse de la escucha mutua del grupo. “Todo afecto es un signo de insuficiencia”, dice Rousseau en El Emilio. A diario se marchan incompletas y al volver, cada mañana, intentan llenar el vacío con las palabras que vienen de adentro.

Mientras sus cuerpos celebran la vida con las hormonas de la felicidad, sus pensamientos se quedan en la discusión de la tragedia y la enfermedad, les fue imposible levantar la cabeza y sentar su voz de protesta ante la gramática del mundo que encontraron al nacer. Se adaptaron a una extraña anormalidad patológica en la gramática establecida, perdieron el espíritu de rebelión con un no rotundo, aunque fuera difícil lograrlo nunca lo desearon y tampoco lo intentaron. No pudieron sacudirse el anhelo de enfrentar lo que “no somos”; se conformaron con lo que recibieron, con lo que hicieron de ellas, con lo que se encontraron. Así vivimos escindidos – no solo ellas, todos, o muchos de nosotros – sin que coincidan el mundo heredado con la vida que nos ha tocado. En ausencia de las voces, mi atención regresa al verde paisaje y el viento suave empujando las aguas del río hacia el mar.

Y como si no le interesaran mis cavilaciones y la cháchara de las mujeres, el perro sigue su camino, alejándose con su rabo entre las piernas sin percatarse mucho de los caminantes matinales. Verlo andar con la indiferente soledad de sus instintos me hace evocar el mismo trotecito del Lobo Estepario, de Herman Hesse. Él también es un caminante que camina entre personas, siempre con la prudencia del animal callejero.

One thought on “Caminantes

  1. “Sus cuerpos firmes aun, desmienten la edad, vestidas deportivamente con ropa ceñida, muestran el adiós de la efímera belleza. Se me antoja pensar que sus cuerpos claman por la vida y hablan por hablar, sin detenerse ante el paisaje del malecón y el río fluyendo hacia Bocas de Ceniza, empujado por la brisa constante”.

    “Es un perro callejero, sin collar, andando sin sentido, guiado por el instinto hacia ninguna parte. Ensimismadas en sus dolores, las mujeres no observan el perro, no existe para ellas”.

    Sin embargo, sus cuerpos envejecidos muestran rasgos de una vanidad efímera que persiste en una obsesiva ilusión por la vida. Se despiden con la esperanza de un nuevo encuentro, de un ligero hasta luego, nos vemos mañana, incluso, el simple silencio y la mirada son señales que hablan del regreso”.

    Es abrumador descubrir la vida insulsa de nuestros semejantes, su vida aburrida, el color deficiente de sus emociones, su vida repetida y ensartada en la tragedia de la soledad a pesar de las amigas, la vanalidad de sus conversaciones. Nos sentimos raros y lejos de aquel mundo simplón.

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