Agonía en el parque

Wensel Valegas

Es uno de esos días grises que la Semana Santa suele anticipar. Desde la madrugada, se respira la tristeza que acompaña a estos días. En mi caminata matutina, que empieza a las cuatro y media de la mañana, recorro la avenida norte de la ciudad, a lo largo del boulevard, paralelo al parque, de extremo a extremo. Son unos dos kilómetros de árboles y jardines. La brisa ligera mezcla la frescura del aliento del río y el mar, golpeando suavemente mi rostro y pecho cuando damos la vuelta, enfrentando el viento suave que viene de Bocas de Cenizas. Hoy, la noche todavía conserva sus vestigios de oscuridad, transcurriendo lenta y pesada, dejando entrever las últimas sombras de los árboles, que juegan caprichosamente con la brisa.

La noche es un testigo anónimo que se dispersa con el tic-tac del tiempo, desvaneciéndose lentamente, huyendo de la agonía del hombre que se retuerce en mitad de la avenida silenciosa, a un costado del parque, bajo la mirada de los madrugadores y el paneo casi automático de los celulares. Los flashes disparados como relámpagos no alteran el silencio de la madrugada, no rompen su mutismo; solo capturan el instante, documentando una historia que ya está escrita, evidenciada en el primer plano del sufrimiento.

Boca abajo, el hombre reptaba, arrastrándose en busca de luz. Emergiendo desde las sombras de los árboles y jardines, se movía, oculto aún en la oscuridad. Su mirada de búho, atónita y aterrada, observaba el avance del día. Dormitando bajo la inminente madrugada, sus ojos se abrieron con una lucidez reptiliana, reptando incómodo hacia la mitad de la calle. Allí, la debilidad venció al coraje. La angustia de la vida se le clavaba con la falta de una fuerza que oscilaba entre el optimismo de seguir y la sensación de pesimismo que trae consigo la muerte. Finalmente, boca arriba, un impulso incontrolable lo llevó a quedar tirado en el suelo. Sus ojos extraviados deambulaban, mientras sus manos y piernas se agitaban sin rumbo, como las de una tortuga, en un esfuerzo inútil por moverse.

Su cuerpo, expuesto en medio de la calle, estaba a merced de las miradas ajenas, las conjeturas y los murmullos. La luna, tímida, ocultaba su rostro tras nubes cargadas de tristeza. El cielo, aún negro e infinito, parpadeaba con la luz esporádica de estrellas lejanas. El hombre, guiado por sus instintos, arrastraba su dolor sin pudor, exhibiendo su agonía frente a las cámaras y las miradas curiosas. El hombre, al final, es solo un animal que muere lentamente.

Anoche lo vi sentado en esa banca, – señala el anciano que riega el jardín cada mañana. – Parecía un buen hombre, siempre lo veía leyendo.

La mirada del anciano se pierde entre el hombre agonizante y el jardín que riega con delicadeza, como si tratara de recordar más detalles de su vida.

Quizás lo atracaron para robarle el libro – dice una voz anónima, saliendo del grupo de curiosos que se han agolpado alrededor.

No creo que eso haya sucedido. Hoy en día nadie roba libros, ni mata por eso. Tampoco lo persiguen – responde el anciano, con un tono irónico. – Ya los tiempos de Fahrenheit 451 pasaron, ahora nadie quema ni persigue libros, porque a la gente ya no le interesa leer.

Anoche corría como loco, era casi las once. Estoy seguro de que ese tipo no se metía con nadie. Lo más probable es que lo atropelló un carro fantasma – dice un hombre bajo, de gafas, con tenis y bermudas.

La gente escucha atentamente, mientras el hombre agonizante, en medio de su dolor, oye las historias que lo tienen como protagonista, pero todas sin un final feliz. Cada curioso se adentra en sus propios relatos, imaginando lo que pudo haber sucedido, mientras observa al hombre que se retuerce y se arrastra como un gusano, hasta quedar, casi inmóvil, con la espalda apoyada en el suelo, como una tortuga bocarriba. Sus ojos extraviados reflejan un dolor profundo, mezcla de angustia y desesperación.

La gente murmura y se queda observando el espectáculo de la muerte, escudriñándola con una mezcla de miedo y curiosidad. La parálisis de un brazo les da escalofríos, pero también los atrae. La fractura de una pierna les causa terror, pero no pueden apartar la mirada.

El dolor lo obliga a abrir los ojos desmesuradamente, buscando entre las miradas ajenas, hasta que finalmente se encuentra con los míos. Me observa, y yo lo miro con asombro y extrañeza. Algo inexplicable me embarga, y me doy cuenta de que no hay respuestas, solo preguntas sin contestar sobre por qué estoy aquí, frente a este hombre que se retuerce en medio de la agonía, en el insomnio que le ha dejado la noche.

¡Llamen una ambulancia! – grito, pero nadie me oye. Grito de nuevo, con más fuerza. Nada. Me abro paso entre la multitud, tocando a las personas, pero no siento sus cuerpos, ni el roce de la piel. La ansiedad crece dentro de mí al comprobar que soy invisible, intangible. Nadie me oye, nadie me ve. He perdido la sensación de la vida.

La gente murmura y se queda observando el espectáculo de la muerte, escudriñándola con una mezcla de miedo y curiosidad. La parálisis de un brazo les da escalofríos, pero también los atrae. La fractura de una pierna les causa terror, pero no pueden apartar la mirada. El rostro sanguinolento del hombre les provoca vergüenza, pero a la vez los inhibe de ofrecer cualquier tipo de ayuda. La tos seca e intermitente, los estertores y los manoteos del hombre, grabados en los celulares, son la primicia de una historia que ellos consumen sin compasión.

Finalmente, la policía llega, seguida de la ambulancia. La sirena alerta a los peatones y vehículos para que despejen la vía. La ambulancia se lleva los últimos suspiros del hombre, junto con su mirada, esa mirada que no es más que la mía, interrogándome con un juego de palabras, como si me preguntara: ¿por qué estás ahí, mirándome mientras yo te miro desde esta muerte que me aprieta el cuello?

El sonido de la sirena se va desvaneciendo, empujado por el viento suave y las nuevas voces que indagan sobre lo sucedido. Mi cuerpo parece flaquear, como si se escapara de mí, como si comenzara a faltarme su ausencia, a extrañarlo.

Me siento en la banca del parque, la misma donde me sentaba antes de agonizar en mitad de la calle. Recuerdo anoche, leyendo en esta misma banca. Y ahora, en busca de mi libro, me agacho entre las bancas, aparto el follaje, reviso las canecas. Nadie me ayuda a buscarlo.

El anciano jardinero sigue hablando con los nuevos madrugadores, que le preguntan sobre la ambulancia y los rastros de sangre que el sol no pudo evaporar.

¿Alguien de ustedes vio a un joven que leía todo el día en esa banca del parque? – pregunta el anciano, señalando hacia las bancas de concreto.

Sí, lo recuerdo – responde alguien, mientras yo sigo buscando el libro.

¿Y qué le sucedió? – pregunta una voz ansiosa.

Amaneció golpeado, lleno de sangre esta mañana. La ambulancia vino tarde, como siempre, y se lo llevó. Ya estaba muerto cuando lo recogieron – explica el jardinero, pausado.

¿Y cómo sabes que murió? – pregunta una mujer, con curiosidad.

Miren a ese hombre buscando algo entre las bancas y los jardines – señala el jardinero, con una lucidez misteriosa.

¿Qué hombre? – se oyen varias voces, mientras todos miran hacia las bancas.

¿No ven a ese hombre buscando entre las bancas, como si regresara a recoger sus pasos? – el anciano responde, como quien sabe más de lo que parece.

Pensarán que estoy loco, pero no lo estoy. Solo llamen a la clínica y se enterarán – dice el anciano, bebiendo agua, como quien quiere callar las dudas con una última verdad.

Terminé de buscar un libro que no encontré. En una de las bancas, me quedé pensando. No sentía ni frío ni calor. De nuevo, esa tristeza inexplicable me envolvía. Nadie me veía, pero yo veía a todos. El anciano me miraba con una mirada especial, como si supiera lo que me ha sucedido. Tal vez algún día le pregunte qué ocurrió, pero sé que lo sabe. Buscaré el momento adecuado, para que no lo tilden de loco por hablar con nadie.

One thought on “Agonía en el parque

  1. La muerte puede asombrarnos a veces, pero que la vida no nos impresione y sobre todo en agonía es otra cosa. Qué tiene la muerte? Qué tiene la vida? O qué tiene la vida mientras se escapa del cuerpo como un pajarito invisible? Todo es una pregunta, hasta tu sensibilidad inhumana. Algo tenía o tiene el jardinero cuando vio al herido de muerte regresar a recoger sus pasos. Y el libro, lo encontraste en tu memoria?

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